Madre, cuánto me gustaría ver tu rostro · Cuento de Aono Sô

(Fragmento)

Traducción de Amalia Sato

La primera parte del cuento puede leerse en el Número 4 de La balandra.

(…) En ese caso, ¿por qué no llamar a la embajada japonesa y permitirme hablar con ellos antes? Mencioné lo de la embajada como último recurso. Según supuse, el fulgor de sus ojos se apagó y abandonó la habitación con una expresión de desaliento en su cara. Imagino que habría querido jugar un poco más con el miserable salvaje que tenía ante sí. Debe de haberse sentido como alguien que abre el dorso de una cámara y se encuentra con que todavía tenía película adentro.

Esa noche experimenté otro sobresalto. Había comprado un cuaderno y estaba intentando registrar mi conversación con el detective, pero perdí el interés y me quedé tendido sobre la cama con los ojos cerrados. Era una etapa en la que me preguntaba constantemente por qué una persona de mi edad debía viajar cuando bien sabía que el “límite de la tierra” simplemente no existía. Este era mi estado mental cuando repentinamente, Madre, tuve una visión tuya. Como tú sabes, hasta entonces yo había estado satisfecho con una simple conciencia de ti como mi madre, sin concentrar mis pensamientos en ti. Ahora, de golpe, tenía lugar una reacción. Pensé que era mi culpa que estuvieras muerta. Te había ahogado, te había asesinado. El proceso rápidamente alcanzó un punto donde mis pensamientos y emociones emergieron. Puesto que existo, una mujer debe de haberme dado a luz. Que ella haya muerto de tuberculosis en un hospital de Fukushima en el otoño del año de la rendición de Japón no significaba nada para mí, que no podía recordar su rostro. ¿Qué hizo que creciera en la comodidad de tu útero, robándote carne y huesos, y que luego desgarrara tu cuerpo para entrar al mundo? Mi cordón umbilical fue cortado justo cuando tu cuerpo se desplomaba; el grito que acompañó tu estertor coincidió con mi primer llanto. Ese grito se fue apagado en distintas direcciones, elevándose hasta el cielo y disolviéndose en la atmósfera. Con seguridad que parte de él habrá entrado en mis propios pulmones durante mi desesperada lucha por aire…

Pero ¿qué importancia tenía esto? Haber tenido esta visión no significaba que mi jornada llegaba a su fin ni que estuviera por iniciarse una nueva. No había nada que pudiera hacer, y esta visión sólo logró empeorar las cosas. La imagen de María –con sus ojos tan enormes, como sorprendida– me deprimía, y sin embargo no soportaba la idea de apagar la luz y esperar en la oscuridad que me ganara el sueño. Al mismo tiempo no tenía fuerzas para salir y explorar la ciudad. Era una noche terrible. Quizás debería haber continuado fantaseando hasta que la visión alcanzara un punto crítico en el cual se convirtiera en mi sostén. Entonces podría haber salido a dar un revigorizante paseo llenándome de aire fresco. Al día siguiente habría así marchado hacia la terminal de ómnibus con los pasos seguros de alguien que avanza llamado por una misión. Y me habría sentido seguro con la certeza de que me hallaba registrando la superficie de la tierra, escarbándola para dar con las más pequeñas partículas de ti que hubieran quedado esparcidas por ella.

El trabajo de Rie, en principio calculado para tres días, se prolongó a cuatro. No se lo comuniqué a mi hijo porque para él “un poquito más” podía significar de una hora a una semana. La noche del cuarto día derribó los bloques de Lego con los que estaba jugando y se refugió en su dormitorio. Le grité que tuviera cuidado con los escalones, pero ya había llegado a la puerta de su habitación. Me acerqué sigilosamente a verlo y lo encontré parado frente al póster de Carmen. “Te estás retrasando”, le increpaba, “quiero verte, así que apresúrate en terminar con tu trabajo. A papá no le molestará que vengas”.

No tardaría, le repetí, Rie se estaría desmaquillando en ese preciso momento. Pronto estaría de vuelta para alzarlo y decirle cuánto lo había extrañado. Pero aparentemente yo había visto algo que no debía, pues tan pronto me oyó, se volvió para decirme con una voz imperativa “No puedes entrar”. Me sonó como un gato con el lomo erizado, maullando ante la presencia de un enemigo. Me retiré farfullando una disculpa atropellada, pero mi hijo no podía seguir y vino a la puerta, la cerró con estrépito para hacerme notar lo torpe que había sido al meterme en su privacidad. Me sentí igual que cuando me hallaba a solas con mi padre. No creo que mi padre y yo hayamos pasado solos más de una semana. Se producía siempre una sensación de incomodidad entre nosotros, él un viejo y yo un adolescente. Pero me percaté de que ahora yo era el padre, y en seguida sentí la necesidad de tener la aprobación de mi hijo. Todo padre que vive separado de sus hijos siente lo mismo, y generalmente en una situación como ésta yo habría comenzado a representar el juego de “mi hijito perdido”. Un juego en el que espero por un rato y luego comienzo a llamar a mi hijo, fingiendo que no lo veo. “Dios mío”, digo, mirando por todos lados,”¿por dónde podrá estar?”. “Aquí estoy”, me contesta, pero cuando voy a buscarlo, se me aparece por detrás, me golpea en la cintura, y me extiende los brazos para que lo alce. “Aquí estoy”, dice, dando por terminado el juego. Cuando jugamos a las escondidas, le encanta buscarme, pero cuando es su turno de esconderse, elige siempre los lugares más obvios, aunque por su tamaño podría esconderse casi en cualquier sitio. Incluso se asoma de su escondite gritando “Aquí estoy”. Pero esta vez no tuve ganas de jugar. En cambio, lo dejé descargar su enojo, y me limité a observarlo desde detrás de las cortinas. Okamoto había dejado un balde con cangrejos en la terraza mientras no estábamos. El modo como arrancaba pasto y lo arrojaba dentro del balde indicaba que todavía estaba de mal humor, y hasta indignado. Al mismo tiempo su total concentración en las criaturas pinzadas lo hacía verse como un niño inocente. Aunque en su actitud había algo precoz, como si deliberadamente me estuviera dando la oportunidad de quedarme a solas con “Carmen”. Sea lo que fuere, me sorprendió lo mucho que había crecido en estos cuatro años. Me acordé de cómo se fatigaba llorando cuando Rie lo dejaba, y cómo se quedaba dormido durante horas, sin interrupción, hasta que ella lo despertaba otra vez. Todo eso era pasado…

Un ruido sordo se escuchó a lo lejos justo cuando estaba por preparar la cena. Mi hijo entró a la carrera en la casa. Tratando de no atropellarse con las palabras, me dijo: “Un trueno, papá. Tú también tienes miedo ¿no? Pero Rie no”.

Rie volvió exhausta por la falta de descanso, y tomó una ducha fría para refrescarse. El poder del agua es asombroso. Rie había empezado a cabecear en el taxi pero se despertó al pasar Aizu Wakamatsu y llegar a la calle que bordeaba el ancho río Tadami. Recuerdo el río de tu pueblo natal, Madre. el Omono. Al marchar a lo largo de su orilla hacia tu tumba, tuve la impresión de que el río debía de haber sido una magnífica vista cuando tú eras niña. Cuando llegaste a Tokio, no habrás considerado al Tama y al Sumida como ríos. Luego, al regresar a Fukushima, te habrás lamentado de que Tokio no tuviera ni ríos ni cielo. Yo también querría estar cerca de un río a la hora de mi muerte. Respirando suavemente, me gustaría ver cómo la clara corriente de cristal lleva gentil las mustias hojas del otoño. Pero el Tadami de estos días es distinto de tu Omono, sobre todo desde que construyeron la represa, que deja detenidas sus aguas. La superficie es como la de un lago, y el reflejo de los árboles y montañas es tan nítido que podrías recortarlo con una tijera. No me sorprendería escuchar que la represa ha cambiado la visión del mundo de la gente que estaba acostumbrada al poderoso fluir del Tadami.

“Gracias a la represa”, dice el dueño del Rokubei, “ahora hay peces en el río”. “Aunque no has pescado ni uno”, le replica su mujer. Antes de salir de casa, le he dicho a mi hijo que nos alojaremos en la pensión, pero, tal cual lo imaginaba, él se ha negado a entrar. En el vestíbulo, donde se ha sentado a conversar con la esposa del dueño, Rie señala los animales disecados de la sala donde está sentado el señor. “Mira”, llama, “hay un ciervo, y veo también un nido de avispas”. “Esperaré aquí”, contesta nuestro hijo, corriendo bajo el largo alero hasta la entrada de la cocina donde está atado el perro de la familia. He tenido la previsión de llevar una carpa, y decido armarla para que él juegue. Me han dicho que hay un espacio más allá del huerto de kiwi. Hay una pelota de aluminio delante del perro, y recuerdo que cuando Okamoto había traído el perro había también un cachorrito recién nacido. “Nadie lo quiso y, como cuidarlo era demasiado trabajo, lo sacrificamos”. Me arrepiento de haberlo mencionado. ¿Qué voy a contestarle a mi hijo cuando me pregunte por el significado de “sacrificar”? Por suerte me salva del dilema la aparición de un gato que se tambalea por las enredaderas de kiwi, mareado por haber lamido las cortezas.

Nunca había levantado una carpa antes. La que compré es bastante pesada, más de lo que una persona puede manejar. En casa la he abierto, he impermeabilizado las costuras, y he levantado los postes para medir su altura; pero por cierto que armarla es otra cosa. Mientras intentamos que nuestro hijo se quede quieto, Rie y yo leemos las instrucciones para armar la estructura y levantar la tela. Pero tan pronto levanto el toldo, el desastre se desencadena. Creyendo que facilitaría las cosas, he dejado abierta la cremallera de la puerta, pues supuestamente la cerraría una vez concluido el armado, y atadas las sogas a las estacas. Una violenta ráfaga infla la carpa, dentro de la cual está ya jugando el niño. “Qué tontería”, digo, y al instante toda la carpa, con su estructura y todo, se levanta, cae sobre un costado, y es arrastrada por el viento como un paracaídas hinchado. Capturo un extremo de la tela y le grito a mi hijo que salga, pero es arrastrado sin remedio hasta que los soportes chocan contra una hilera elegantemente dispuesta de árboles de paulownia. Mi hijo debe de haber dado unas doce vueltas por lo menos. A no ser por las estacas, la carpa habría sido aspirada por el bosque circundante como un huevo crudo. Por mi experiencia, cuanto más fuerte las estacas, mejor. Sonriendo aliviados, mi hijo y yo pisoteamos la carpa para sacarle el aire. En ese momento, oímos un trueno.

El trueno le da a mi hijo la posibilidad de acostumbrarse a la pensión Rokurobei, pero no ha sido nada comparado con la tormenta que habremos de tener al día siguiente. Con mucho cuidado termino de levantar la carpa, pensando que si sale la luna esa noche podremos verla desde allí (por otra parte contábamos también con el día siguiente). Luego doy un paseo por la montaña, y vuelvo gratamente cansado a la pensión. Rie y mi hijo, en obvia confabulación, me preguntan si sé cómo es el dios del trueno. “Sabemos algo que tú ignoras”, se burlan ladeando sus cabezas en complicidad. Les contesto que viste unos pantalones cortos a rayas, que tiene colmillos y un cuerno en la cabeza, que sus ojos despiden luz, y que golpea un tambor que carga al hombro. Pero mi hijo me dice que estoy equivocado, y Rie agrega: “Tu padre no sabe nada, ¿no?”. “No, esperen”, les digo, “ese era el dios de los terremotos. El dios del trueno es como una serpiente, con alas gigantescas y una barba hirsuta”. Pero por supuesto que eso es incorrecto también. Es claro que ya tienen preparada una respuesta, probablemente inventada por Rie. “Bueno, díganme”, me rindo, y el rostro de Rie resplandece. Es el aspecto que toma cada vez que ella da con alguna inusual noticia sobre el mundo natural, como esa de que una locha de diez metros ha sido descubierta en un lago del sur de China, o que la aurora boreal puede verse en Japón.

“Pues bien, según el dueño, el dios del trueno tiene el tamaño de un melón y se mueve rodando por el suelo. Una vez vino aquí, el dueño dice que rodó por debajo de la entrada y delante de la puerta principal”. Mientras Rie habla, veo cómo crece su alegría. “Rodó por el piso delante de la entrada”, repite. Ya no puede hablar y golpea el suelo con su pie para disipar la risa, que ya es incontrolable. Al lado de ella, el niño acompaña su relato con su propia versión de una danza de siembra del arroz, golpeando con los pies y agitando los brazos salvajemente.

La última vez, al contarme lo de la cueva, el dueño de la pensión también me ha revelado que los hongos crecen en misteriosa profusión en las montañas que han sido alcanzadas por los rayos, pero no me ha mencionado al dios del trueno. Llevo a mi hijo adonde se halla el señor, sentado en su silla de ruedas sorbiendo té, y le pido su relato como testigo. “El dios del trueno parece una pelota de fuego”, comienza, “perfectamente redonda. Yo lo vi salir tumultuosamente de ese tablero de conmutadores eléctricos, que quedó tan quemado que tuvimos que reemplazarlo. El piso de la casa se inclinó de atrás hacia adelante, por supuesto, y antes de que entendiera lo que sucedía rodó hasta la puerta de entrada. Mi mujer estaba afuera lavando papas, pero demasiado asustada para mirar”. El hombre parecía deseoso de contar su experiencia, y hasta lo consideraba su obligación. Ahora, Madre, esto es algo más que desearía ver y por lo que daría cualquier cosa, además de tu rostro.

Una fiera bola roja, dijo, que había ennegrecido el tablero de luz y que había rodado delante de la puerta. No cabía duda de que la habían visto. Del mismo modo, estaba seguro de que él habría visto algún tenue trazo de color en la cueva que le habría recordado la pintura de María, o por lo menos la leyenda de que los cristianos secretos habían dejado una tal pintura. Todavía me parecía difícil creer que el dios del trueno podía tomar la forma de una bola de fuego no mayor que un melón. Cuando me mostró su dibujo, le dije a Rie que era demasiado simple eso de trazar un círculo y pintarlo de rojo. ¿Cómo puede algo así ser el dios del trueno? Dibujémosle una cara y llamémosle hijo del trueno, dije, agreguémosle ojos y nariz. Llevando un crayon verde, nuestro hijo en seguida se apretó entre nosotros y nos dio su opinión. “Es el dios del trueno do-do”, dijo. Como quiera que sea, nos olvidamos del grito emitido por el cielo cuando expulsó el fuego de su cuerpo, nos estábamos olvidando del modo como un rayo de luz podía transformar un bosque empapado por la lluvia en una escena del otro mundo.

Al día siguiente los tres nos entretuvimos en el río hasta que el tiempo cambió. Para un niño, cualquier lugar puede convertirse en un perfecto sitio de juegos, y por eso nos tomó treinta minutos caminar diez metros. Sabíamos que por más que lo apuráramos el niño nos contestaría: “Esperaré aquí”. Como encontró un lugar apropiado en el río, Rie prestamente se quitó la ropa y se sumergió en el agua fría, a tal punto helada que me puso de color morado la mano. “No está tan fría como la nieve derretida”, dijo. Sólo verla me provocaba escalofríos. Nuestro hijo se quedó a cierta distancia, fingiendo no ver. Tomaba palos y los arrojaba al río, en tanto yo, haciendo de piloto, desatascaba los provisorios barcos cuando se estrellaban contra las rocas.

Terminamos de comer los bocadillos que habíamos llevado en un lugar desde donde yo podía ver la negra sombra que semejaba una cueva en la montaña. Rie mordisqueaba una galletita y tomaba un poco de té verde del termo, sin probar todavía los picles que la señora de la pensión nos había preparado. Decidimos tomar una fotografía, hice que Rie y el niño se pararan con un viejo árbol como fondo, el cual parecía un elefante levantando la trompa. Dentro del hueco que hacía de ojo del elefante descubrimos un pequeño nido de pájaros. En el redondo nido había cuatro huevos blancos y otro un poco más grande, de color lavanda. Previne a mi hijo para que no tocara los huevos, diciéndole que la madre estaba vigilándolos desde cerca. Advirtiéndole que se volvería loca y atacaría si los tocaba, lo convencí de contentarse con una fotografía. Los huevos eran de una frágil y brillante belleza, si vuelvo a recordarlos hasta me parecen refulgentes. Al regresar a casa encontramos una fotografía en una guía donde se veían exactamente así. Los huevos blancos eran del cazamoscas azul y blanco, en tanto el de color lavanda correspondía al cuclillo. El libro explicaba que todos los miembros japoneses de la familia de los cuclillos dejaban sus huevos en los nidos de otras aves. Esta aclaración me hizo pensar que, de todas las posibles combinaciones de los ideogramas chinos empleadas para escribir el nombre de este pájaro, la más apropiada sería la que significara “nunca regresará”.

Mi atención se desplazó hacia la cueva y las nubes que siniestramente se habían reunido sobre ella. “Puesto que es tan importante para ti”, dijo Rie, “¿por qué no vas a echarle un vistazo?”. Hasta el momento en que habló no me había percatado de cuán desganada se había vuelto, y de qué modo el color de sus labios se había disipado. Su inmersión en la fresca nieve derretida había tenido lugar antes que naciera nuestro hijo: la fatiga acumulada y la falta de sueño se habían tomado revancha por lo visto. Rápidamente tomé las luces del flash y fui a echar el vistazo. “¿Cómo es?” me preguntó cuando estuve de regreso. Como realmente no esperaba encontrar nada en la cueva, me costaba encontrar una respuesta adecuada. De momento, lo importante era que ella recuperara su calor. La hice volver a la pensión para tomar un baño, mientras yo me quedaba con el niño, que quería estar cerca del nido. La cercanía de la noche me dio finalmente pie para llevarlo de vuelta a la pensión, pero entonces nos pusimos a pelear dentro de la carpa y se estaba divirtiendo demasiado para llevarlo adentro. Comenzó a llover fuerte, y esto lo excitó aún más que la lucha. Por la posición incómoda y la necesidad de controlar mi fuerza, pronto me quedé sin aliento. Mi hijo comenzó a jugar con el flash, apuntando a cualquier lado y prendiéndolo y apagándolo. Cuando le pareció que ya había yo descansado lo suficiente, comenzó con otro round.

El primer fogonazo del flash sucedió justo cuando le advertía que si no nos íbamos pronto, el viento haría volar otra vez la carpa. Pegó un grito y empezó a contar los segundos, como hacía Rie. Pero al ratito, ya estaba apretado contra mí. “Tú también tienes miedo, ¿no?”, preguntó. “Rie estará preocupada, ¿no?”. El trueno, que escuchamos primero al llegar a cinco, parecía ir acercándose. Su luz, además, refulgía con tanta potencia que oscurecía el círculo de luz que emitía el flash que mi hijo había dejado por ahí. El toldo se había vuelto transparente, y nos dejaba completamente expuestos. Tomé a mi hijo entre mis brazos, seguro de que Rie o la mujer de la pensión que sabían que estábamos en la carpa pronto vendrían por nosotros. Pero comencé a alarmarme, y mi sentido del peligro se aguzó con el ensordecedor estruendo de un trueno que sonó a la cuenta de tres. No cabía sino salir de la carpa. Intentando recordar la disposición de ese jardín trasero, esperé la ocasión para lanzarme corriendo hacia la pensión.

“Mira, allí está Rie”, dijo mi hijo, alzando su cabeza envuelta en una toalla y retorciéndose tan violentamente que casi se me cae. “Es Rie”, repitió cuando el siguiente fogonazo de luz iluminó los árboles más brillante que la luz de una noche de verano. Mirando a través de la ventana de plástico, había visto su figura en el segundo piso de la pensión. ¿Con qué fracción de segundo es posible que alguien vea bajo el azulado fulgor? Mi hijo no pudo seguir un movimiento con tanta rapidez, razoné, y la pensión está demasiado lejos. Y sin embargo, la había visto.”¿Se veía como Carmen ?”, le pregunté. “No”, contestó, “ella estaba blanca”.

Mientras corría hacia la pensión, yo también la vi. Un momentáneo centelleo de luz hizo tan clara la lluvia como cristal y condensó la distancia que mediaba entre yo y el edificio. Rie se veía completamente blanca: desde su piel, encendida tras haber dormitado en el baño, y su negro, largo hasta la cintura cabello, hasta el saquito rojo que se había puesto sobre los hombros. Sólo la expresión de su rostro permanecía imposible de ver. El fulgor la oscurecía, como había oscurecido el círculo de luz en la carpa. Sólo la poderosa e intensa manifestación del cielo podía comparársele.

Esa noche cenamos rápidamente y nos quedamos de pie con la ventana abierta, mirando al cielo y aspirando en la fulguración de la luz en el aire del bosque. Tal vez sea imposible hacer un dibujo del dios del trueno, pero es posible inhalarlo. Quien se halle en el relumbrón de una luz no puede ver al que dirige la luz. Me gusta imaginarte allá en lo alto más que dentro de la tierra. Cuando me miras desde allí, Madre, al lado de quienquiera que sea que opera la luz, tú no habrás visto la expresión de mi cara. Pero creo que habrás percibido mi alegría por la comprensión de que ninguno de nosotros nació para ver el rostro del otro.