Grandes rechazos editoriales
¿Cuántos de nosotros nos hemos quejado alguna vez por el rechazo de nuestros originales, sintiéndonos los seres más incomprendidos de todo el universo? Más allá de la interesante posibilidad de reflexión o corrección sobre la propia obra que habilita un editor al rechazarla, valdría la pena que cualquier autor tuviera en cuenta que, justa o injustamente, esta situación es parte de la historia de la literatura. Y que usar el rechazo editorial para argumentar el abandono del oficio de escribir no es algo que pueda validarse. Al menos, no, luego de leer esta nota.
Por Fernanda García Curten
Dublineses de James Joyce, Lolita, de Nabokov, El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde, Molloy de Samuel Beckett, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, La conjura de los necios de John Kennedy Toole, Los diarios de Jane Somers de Doris Lessing… No es la lista de los libros que no pueden faltar en cualquier biblioteca que se precie sino algunas de las tantas obras maestras que, antes de convertirse en fenómenos editoriales, sufrieron la negativa a ser publicadas por parte de diversos editores. Y no son las únicas obras que fueron rechazadas cuando eran manuscritos: el autor francés André Gide –en ese entonces lector al servicio de la editorial Gallimard– devolvió nada menos que el original de la primera parte de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust justificando que “no comprendía que un señor pudiera emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”; muchos años después de que Cien años de soledad se convirtiera en un boom literario, el editor Carlos Barral lamentó haberla rechazado, tanto quizá como las diez editoriales que reprobaron el manuscrito de una nueva autora inglesa, cuyo protagonista es un joven aprendiz de mago, Harry Potter.
Y la lista continúa: El libro de la selva, de Rudyard Kipling, fue rechazado con la amonestación a su autor por “no saber utilizar la lengua inglesa”; Rebelión en la granja, de George Orwell, porque “no se venden las historias de animales”; Borges, por “intraducible”… Y estos son sólo unos pocos rechazos de los que, por célebres, hoy conocemos. Pero ¿cuántos habrá de los que nunca vamos a saber?
Estos desencuentros entre autores y editores han hecho que un escritor de la talla de William Faulkner, ante el rechazo de su tercera novela, se encerrara a escribir una obra que inauguraba lo imposible: El ruido y la furia. O que otra “Nobel”, Doris Lessing, cuando varias editoriales se peleaban por publicarla, tendiera esa formidable trampa enviando a los editores una nueva novela bajo seudónimo –manuscrito que fue sistemáticamente rechazado por todos ellos– para demostrar que las editoriales privilegiaban el “nombre” por sobre la calidad y singularidad de un libro, y para denunciar el desamparo de los nuevos autores.
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