La madre en la narrativa japonesa
A modo de reconocimiento a una figura que ha sido ensalzada o defenestrada en muchas de las obras literarias de todos los tiempos pero que es, a no dudarlo, uno de los pilares fundantes de cualquier escritor (sea por su vínculo sano con él como por uno adverso), La balandra se suma a la celebración de La Madre a través de este singular recorte con el que la especialista y traductora Amalia Sato aborda la literatura japonesa.
Por Amalia Sato
Mi madre en sueños
viene. ¡Ay no la ahuyentes,
oh cruel canario!
Kikaku (1661-1707)
¿Su madre? Estaba tan sorprendida que no podía
apartar los ojos de ella. Llevaba el pelo suelto hasta los
hombros, los ojos eran rasgados, profundos y brillantes,
los labios bonitos, la nariz recta… y, además, todo su
cuerpo emanaba una luz muy viva, como un latido de
vida. No parecía un ser humano. Nunca había visto a
nadie como ella.
(Kitchen, Banana Yoshimoto)
La literatura japonesa nació de los pinceles, manejados tanto por hombres como mujeres de la Corte, que fueron caligrafiando de otro modo los ideogramas chinos con operaciones de estilización pictórica. Al cabo de cuatro siglos de sucesivos cambios, las islas contaron con su propio sistema de escritura fonética, el hiragana, también conocida como “suave” o “mano de mujer” por el papel que ellas desempeñaron en su desarrollo. Los diarios, los poemas y el epistolario amoroso que compartían tanto los hombres como las damas de la Corte fueron el campo de experimentación de esta escritura de cuya gestación las mujeres fueron protagonistas.
Tan alto grado de cultura y refinamiento dio lugar a tempranas obras maestras de la narrativa de un ciclo de autoras de los siglos X y XI que no volverá a repetirse. En el Romance de Genji, escrito por Murasaki Shikibu, aparece la primera madre novelesca. Es Kiritsubo, quien queda en la memoria de Genji, hijo de ella y el emperador, por el relato de los otros, ya que muere cuando el niño es muy pequeño. Los años pasan, y cierto día, llegan noticias al Emperador sobre una muchacha de rara belleza, de quien dicen se asemeja mucho a la muerta. Por una serie de semejanzas con la desaparecida, el Emperador es inducido a desearla, y a su turno él insistirá, al hablar con el niño: “Es como tu madre, ámala”. Genji no recuerda a su madre, pero como tanto insisten en que es idéntica a ella, se aficiona por la joven Fujitsubo. Así, a pesar de su corta edad, la efímera belleza toma posesión de los pensamientos de Genji, quien forja su predilección y lo que será su obsesión eterna.
La joven madre muerta y su complemento, la madrastra joven que borrará todo dolor, se vuelven dos figuras fundantes, ejes de una estructura que se repite a lo largo de toda la literatura japonesa. Las emociones que despiertan reaparecen sin cesar, disimuladas bajo muchas variantes. Así se ve, por ejemplo, en el personaje folklórico de la madre zorra que tiene un período de vida humana, y que es conmovedora; desea hacer el bien manteniendo oculta su identidad, pero el hombre al que ha desposado y que sospecha de ella, la obliga a transformarse. En el último instante se despide de su hijo que duerme. La encontrará él ya hombre, como cazador consumado que le perdonará la vida, o en una versión más dramática, acariciará lo que de ella han hecho: el parche de un tambor que con su sonido lo convoca. También está la madre salvaje y potente, combinación de bruja de la montaña y ninfa, la yamamba, una legendaria madre soltera, que oficia de entretenedora o prostituta, y que es fecundada por el dios del trueno. Popularmente tiene por hijo al héroe folklórico Kintarô (o “niño dorado”), dotado de poderes sobrenaturales.
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