Cuento · La esposa

Por Daniela Pasik

Cuando era chica me dolía el invierno en la nariz, pero igual me encantaba. Como arrancarme las cascaritas de una lastimadura. Como estar sola ahora en casa. Su estación preferida es el otoño, me lo contó una vez cuando éramos novios. Dijo: “Lo mejor era caminar hasta la escuela sobre el colchón de hojas muertas”.

Llueve. Es viernes a la noche, pero el edificio está en silencio. Tengo una copa de vino. Había quedado una botella sin abrir desde la última cena, una de esas de parejas que hacemos siempre con sus amigos y esposas. La abrí porque soy adulta y puedo hacer esas cosas. Le di la espalda a la ventana, pero igual me doy cuenta de que se mueve un poco. Tiembla. Hay olor a temporal, se mezcla con el aroma del Syrah. Me digo a mí misma salud y hago un fondo blanco.

Lo busqué entre la multitud y lo encontré rápido. Siempre lo distingo fácil. Estaba en la barra del restaurante, hablaba por celular y me dio orgullo que el traje le cayera tan elegante sobre los hombros. Estiré un dedo hasta tocar apenas su espalda, sentí la suavidad de la tela en la yema, cada rayita de la trama. Se dio vuelta para mirarme con la sonrisa perfecta. “Llegaste”, confirmó, y lo besé rápido. El gusto a menta de su pasta de dientes me hizo cosquillas.

Diluvia. Me gustaría escuchar la tormenta y nada más, pero prendo la radio. Mi hija duerme, la casa está oscura y yo estoy empapada. Si tuviera fuerza, me sacaría el vestido. La botella abierta y la copa están ahí nomás. “No me importa arruinar el sillón nuevo”, digo, me digo, y las gotas que caen desde mi flequillo tienen gusto a humo de colectivo.

Cuando tomé la comunión mi vestido más fino era uno con cuello blanco bordado, pero mi preferido era otro, el que tenía un delantal de flores lilas. El más fino de ahora es negro y mi favorito es el que usé esta noche, el que tengo pegado al cuerpo y que mi marido dice, a veces riéndose y muchas otras no, que “es un poco cache”. Hay un charquito de lluvia alrededor de mis sandalias. Parece que me hubiera hecho pis.

Nos sentamos en la mesa de siempre. Ni miré la carta porque él siempre sabe qué pedir. Es el hombre del que me enamoré hasta el dolor de panza, con el que tuve una hija que heredó su pelo lacio dorado. Sopa de almejas. La tomé de a sorbos y él la tragó rápido. Tuvimos que levantar la vista. Me recorrió desde atrás de sus anteojos, estiró la mano, la del anillo, atravesó la enorme distancia y me acomodó un bretel que se empeñaba en caerse del hombro. “Ese vestido es muy infantil”, dijo.

Cuando tenía cinco años vomité arroz con leche. Todavía me acuerdo el dolor de cada grano pasando por mi garganta hacia afuera. Mi golosina favorita era el chocolatín Jack. El ajo, el vinagre, el pescado, la pimienta, las partes internas de los animales, las combinaciones de dulce y salado, los frutos de mar, la berenjena, la mermelada de tomate y la batata al horno son ítems que desde mi casamiento incluí a la fuerza en mi vida porque ya era hora de terminar con mis chiquilinadas. Ya no estoy mojada, más bien húmeda y helada.

Chorreo. Oigo maullar a una gata afuera, por su tono intuyo que algo le salió mal, parece que el gato se fue con otra y llega hasta mí, hasta dejarme tranquila, el ritmo de la respiración de mi bebé. Hay una foto familiar justo en mi campo visual pero me niego a mirarla así que hago que se acabe la copa de vino. Tengo gusto a óxido en la boca, creo que quiero fumar.

Cuando di mi primer beso, el cronológicamente correcto… fue nada. Un idiota en un boliche que tenía gusto rancio, como a amarettis. Prefiero pensar que mi verdadero primer beso fue el que me dio mi marido esa madrugada borracha. “Dale, lenteja”, lo azucé después de mil horas de charla. Se estaba riendo cuando me compartió el sabor a cerveza fría de su boca. El olor a cáscara de naranja de su piel sigue siendo el mismo, pero el escalofrío en mi cuello cada vez que me acomoda el pelo ya casi no aparece. “¿Por qué a los chicos les cuesta tanto dejarse meter la lengua?”, le dije, y él se dejó, divertido, todo lo que le propuse. El frío se cuela por la ventana directo a mi mandíbula.

El primer plato llegó rápido y hasta dio tema de conversación. Mi marido habló con la boca llena, hizo preguntas de las que no esperaba respuestas, como ¿por qué los italianos le dicen “antipasto” a la ensalada?, ¿podría considerarse esto un Primer Plato o es más bien otra Entrada? La rúcula picaba, la lechuga capuchina era esponjosa, la espinaca desentonaba un poco, las chauchas estaban carnosas y la radichetta se imponía sobre el resto. Fresco, amargo.

Tiemblo. Mi boca está seca y se me duerme la pierna izquierda. Me duele el cuello, viene un bostezo, gracias, ahora sí, me apago y acuesto la radio, pienso, pero no. Me quedo muy quieta y uso apenas tres músculos del brazo para servir más vino. Anís, arándano, pimienta negra, menta, mora, nuez moscada, tierra, hongos, frutos rojos, vainilla.

Cuando conocí a mi marido yo era fan de su banda, que ya no existe. Era el guitarrista y usaba remeras vintage. Gasté una fortuna en miles de ferias americanas hasta armarle a mi amor una colección divina de chombas marrones, grises, rojas; con rayas azules, amarillas, verdes. No sé dónde quedaron. Oigo al viento que quiere entrar. Creo que tengo un cigarrillo en el cajón de las medias.

Comimos pasta. La primera botella de vino se estaba acabando cuando me serví queso rallado y se terminó definitivamente en el momento en que con mi espalda derecha y el cuello muy relajado enrollé con ayuda de un tenedor y una cuchara un bocado ni grande ni pequeño de espaguetis. “Hablá, hablá, hablá, hablá”, no dije. Él bajaba todo con pan. Abrí la boca y la silencié con salsa. Él pidió otro malbec. Dulce, picante.

Tirito. En mi Windows Media tengo una lista de reproducción que escucho cuando mi marido no está porque ahí hay Gloria Gaynor, ABBA, Raffaella Carrà, el soundtrack de Fama y también el de Flashdance. Él dice que debería dejarme de joder con mis “ínfulas de modernidad”, con mi “fugaz pasado fashion”.

Cuando llueve y no hace frío, si es bien temprano, desde mi casa puedo ver el cielo gris. Siempre quedan gotitas pegadas a la ventana y el aire tiene olor a agua mineral barata. Me gustaría esperar a que amanezca. Todavía es muy de noche y hay truenos. Ya no me dan miedo. Los relámpagos parecen paparazzi. El vino me acaricia la lengua.

“Y ahora arroz con leche”, dijo. El postre disfrazado de algo mejor me desafiaba desde el fondo de la copa-compotera y metí la cuchara. Revolví y corrí la hoja de menta que quizá, al final, me iba a contrarrestar el gusto agrio. Con el asco de la canela dije mi primera oración completa de la noche, “Feliz aniversario”, y tragué. Deseé con toda mi alma poder comerme, en ese preciso instante, una cáscara de naranja.

Palpito. Me late tan fuerte el corazón que me asusto. Descubro restos de humedad en mi espalda cuando me levanto del sillón para apagar la radio. Clickeo con el mouse inalámbrico un tema, otro y lloro emocionada cuando hago dúo con Irene Cara en Out Here On My Own. Busco el cigarrillo, lo prendo, inhalo el humo y me seco las lágrimas.

“Ya no puedo más”, “quisiera que desaparezcas”, “no sé qué haría si te vas”, “me siento muy joven para ser una señora insatisfecha”, “odio la persona que soy cuando estoy con vos”, “me aburro”, “extraño al chico que fuiste”. Podría haber dicho todas esas frases mientras se alejaba el mozo que trajo los cafés, en el momento en que puse el edulcorante, cuando revolví, antes de sentir el sabor intenso, cuando lo sentí, después de respirar profundo y en el instante en que apoyé la taza en el plato. Pero me levanté como en cámara lenta, empujé la mesa para darme envión y corrí a la calle.

Me da placer lanzar la colilla del cigarro por la ventana, aunque tenga ceniceros cerca. Verla volar y desaparecer. Doy la última pitada y se quema el filtro hasta hacerme doler los labios. Apunto certera y atraviesa la lluvia con gracia. Sirvo el final de la botella, la llevo al lavadero y la acomodo ahí, al lado del tacho de basura. Rumbo al cuarto hago un fondo blanco más y al tirar la cabeza hacia atrás el pelo me hace cosquillas en la cintura.

Salí a la lluvia y caminé 34 cuadras tocando cada pared con la palma de la mano. Algunas me lastimaron, pero otras, más lisas, no. Me faltaba el aire cuando vi la puerta de casa y me arrastré hasta la entrada. Me lo imaginé esperándome enojado, o sorprendido, pero me recibió la niñera. Él no estaba, mi marido no había llegado y yo me arranqué las cascaritas de las manos y sentí un anticipo de invierno en mi nariz.

Doy vuelta la copa vacía sobre la mesita de luz. Sobre su mesita de luz la doy vuelta. Me descalzo, me miro los pies. Me quedo quieta. Estoy segura: el corazón se me va a salir del pecho, lo siento en los tímpanos. El techo no quiere parar de girar y me tiro al piso. Me hago un ovillo, escondo la cara entre las piernas. Debería ir a depilarme. Me aprieta mucho el corpiño.

Acabo de escuchar el ruido del auto por la ventana. El mareo me deja tranquila un momento y puedo anticipar sus pasos en el palier. Me cuesta despegarme el vestido y lo pisoteo cuando cae sobre la alfombra. Siento ese olor que tienen los días de verano aunque sea primavera, necesito algodón sobre el cuerpo. Elijo el camisón blanco que mi marido me regaló la última Navidad cuando me aclaró, como todos los años, que odia la Navidad, que no la festeja, que es judío, que las Fiestas son una farsa publicitaria, que todo es una mentira.

Escondo la copa vacía debajo de la cama, limpio la marca que dejó en su mesita de luz. El sillón mojado en el living no me interesa. Me digo en voz alta “no me interesa” y me meto en la cama: las sábanas no están frescas. Las llaves que abren la puerta parecen cuchillitos hirientes, mini alfileres clavándose en mi cerebro y cierro muy fuerte los ojos. Me pregunto si habrán quedado colillas en el cenicero. Espero que no. Hace un año que fumo a escondidas.

Daniela Pasik

Daniela Pasik. 1974, Buenos Aires, Argentina. Trabaja como periodista. Publicó los libros de poesía Historia de una chica que se enamoró de un pez (2009, Editorial Funesiana) y Átomos (2010,  Ediciones Tiramisú), el libro de investigación y crónica Hacerse (2010, Grijalbo) y la nouvelle Inicio (2011, Colección Temporal, EDUVIM). Desde 2003, según ella misma define, “escribe pavadas al rándom” en nadapersonal.blogspot.com.