Cuento · No se pierdan

Por Patricio Bottos

dedicado a M.A.D.P.

Quedamos en encontrarnos en la puerta del edificio. Fui el primero en llegar. Para hacer tiempo, caminé hasta la esquina ida y vuelta, a paso de hormiga. Al principio me sentí raro, hacía casi cuatro años que no iba por el lugar, pero al rato se me fue pasando esa sensación. Estaba todo igual: los edificios vecinos, el kiosko del costado, el garage de enfrente atendido por el viejo de bigotes. Un par de semanas atrás Darío me había planteado la idea de retomar el contacto con los padres de Martín. No es que hubiéramos prometido nada, pero Martín era nuestro amigo. Él también hubiera ido a visitar a nuestros viejos. Se habían cumplido dos años desde la mañana en la que nuestro amigo se había suicidado. No soy bueno para las fechas, pero esa me la voy a acordar para siempre: 22 de septiembre. Darío me había contado que los papás estaban más o menos bien, dentro de lo que cabía después de una tragedia como esta. Además de las charlas particulares con una psicóloga y los talleres de arte que habían empezado, la mamá le había dicho a Darío que estaban yendo una vez por semana a reuniones con otras familias que habían perdido un hijo, y que esta terapia los estaba ayudando mucho. Con todo lo que él me contó me dieron ganas de volver a verlos.

Darío llegó quince minutos tarde y me pidió perdón por la hora. Le pregunté qué departamento era. Habíamos ido mil veces y ninguno de los dos nos acordábamos del piso. Apreté el segundo y el tercero C a la vez. Se escucharon dos voces distintas que preguntaban quién era.

–Beatriz, somos Darío y Ezequiel, ¿nos abrís?

La mamá dijo por el portero que ya bajaba. La voz chillona hizo eco en la calle desierta a esa hora de la tarde. Con esa misma voz, años atrás, nos venía a ofrecer la merienda los días que nos quedábamos a estudiar en la casa. Darío tenía la vista perdida. Estaba ahí con el cuerpo pero se le había volado el alma. A lo mejor tenía un poco de miedo. Miedo a no saber cómo actuar. Yo estaba igual, tengo que reconocerlo.

Al rato apareció la mamá de Martín. Tenía un aire jovial. Estaba vestida con un equipo de jogging y llevaba el pelo recogido con una colita.

–Uy, chicos, qué alegría, pasen.

–¿Es el segundo o el tercero? Porque no nos acordábamos el piso –le dije.

–Segundo, segundo C.

Llegamos al segundo piso. La puerta del departamento estaba entornada.

–Pasen –dijo la mamá.

El perro esperaba parado en el umbral. Al vernos empezó a mover la cola y a ladrar. Me agaché y le hice cosquillas en el lomo.

–Hola, Tambor, ¿cómo estás?

–Pancho –dijo la mamá.

La miré.

–Pancho –repitió–. Este es Pancho, un sobrinito. Tambor murió.

Hubiera jurado que era Tambor, le comenté a Darío. Él me miró y no me dijo nada. El perro empezó a hacer carreras solo, pasándonos entre las piernas. Caminamos por el pasillo hasta la cocina. Olía a café.

–Chicos siéntense, por favor, no se queden ahí parados. ¿Qué quieren tomar? ¿Té, café, mate, gaseosa…?

Había una cafetera que silbaba sobre la hornalla de la cocina.

–Yo un café con leche –dije–. Me tentó el olor.

–Yo también, por favor –dijo Darío.

La madre encendió la luz de la cocina. El tubo fluorescente relampagueó en el techo. Noté que el cielorraso se estaba descascarando. La mamá nos observaba. Darío señaló las macetas en el balcón interior y dijo que estaba todo muy lindo, o algo por el estilo. Giré la cabeza y vi unos maceteros con unos malvones blancos y rojos gigantes. En una de las paredes estaba todavía el blanco de los dardos que usábamos cuando íbamos a estudiar a la casa. Se veían a los costados de la diana los agujeros de los tiros errados. Sentía curiosidad por seguir mirando los agujeros en el blanco, pero me daba vergüenza que la mamá me viera inspeccionando todo y sin pronunciar ni una palabra. Bajé la vista y pensé en decir algo para romper el hielo. Pancho movía la cola con una pelota en la boca. Después del error con el perro, era mejor no volver a ese tema. Darío se acariciaba la barba todo el tiempo, como pensando que después del comentario de los malvones me tocaba seguir a mí.

La mamá sacó la cafetera del fuego y nos sirvió dos cafés. Nos acercó la azucarera, una jarrita con leche y una fuente llena de facturas.

–¿En qué andan, chicos?

Darío y yo nos miramos, cediéndonos la palabra al mismo tiempo.

–Acá andamos –dijo Darío al final, como protestando–. A mí me quedan un par de materias y me recibo.

–¿Electrónica es la tuya, no?

–Sí. Ingeniería electrónica.

–Me acuerdo. Era la que iba a hacer Martín.

Revolvíamos el azúcar en las tazas. No sabíamos bien por qué se había suicidado Martín. Sólo nos habían contado, no los padres sino unos amigos de él, que se había pegado un tiro en la cabeza. El revólver era del padre. Me vino a la mente la última imagen: Martín en el cajón, la cabeza rodeada de un tul blanco. Tenía la cara hinchada y toda maquillada. No sé si había sido un descuido o qué, pero no tenía los ojos totalmente cerrados, como los muertos que había visto hasta entonces. Los párpados estaban apenas levantados, y a través de las pestañas se veía una línea blanca muy delgada del iris, como si en cualquier momento se fuera a despertar. Algunos no habían querido entrar en la sala en donde estaba el cajón. Yo me arrepentí de haberlo hecho.

–¿Y vos Eze? –dijo la mamá.

La mamá me miraba con sus ojos negros. Eran iguales a los de Martín cuando estaba vivo.

–Yo me recibí, nomás –dije al final–. Administración en mi universidad son cuatro años.

–¿Cuatro años? Qué bueno, ¿no? Así pueden empezar a trabajar antes –la mamá se asomó por el pasillo–. ¡Ernesto! Están los chicos. ¿Che, y estás trabajando?

–Estoy haciendo una pasantía, sí.

–Ah, mirá. ¿En una empresa?

–Sí, en una compañía de investigación de mercado. Está bueno.

Los dos se quedaron mirándome, como si esperaran más palabras.

–Hacen estudios de grupos –seguí–. Juntan a cinco o seis personas y le preguntan cosas sobre una gaseosa, o un supermercado o un auto, lo que sea, bah. Lo bueno es ver después lo que hacen las empresas con eso. Hace unos meses, por ejemplo, estábamos haciendo un estudio para Coca Cola para ver si era el momento de relanzar el envase de vidrio. Y bueno, en diferentes grupos vimos que a la gente le parecía bien que la coca viniera en botella de vidrio. Decían que aunque era más pesada era mejor porque se reciclaba y era más barata. Resulta que a los dos meses entro en el supermercado y veo la coca en botella de vidrio. Los tipos habían reaccionado al toque. Por lo que había dicho la gente, te das cuenta. No sé, me partió la cabeza.

Darío me tocó con la zapatilla por debajo de la mesa. Yo lo miré y creo que la madre me vio. Pensé en enmendar lo que había dicho pero tardé demasiado.

–¿Te pagan? –preguntó la mamá.

–Sí sí, me pagan –dije. Pero poco, claro.

–Aunque no les paguen mucho, la experiencia, para ustedes que son jóvenes, les sirve como antecedente. Ernesto empezó a los dieciocho, era más chico que ustedes todavía.

–Sí –dijo Darío–, da gracias de que trabajás y de que te pagan. Yo estoy buscando algo hace meses y la cosa no está nada fácil.

A mí Darío no me había dicho nada de que anduviera buscando trabajo.

–La cosa no está nada fácil –repitió la mamá.

Agarré una medialuna y la mojé en el café con leche. Darío hizo lo mismo. Comíamos despacio y se escuchaba cada tanto el entrechocar de los dientes. La mamá se mordía las uñas con la vista perdida en el piso. Respiraba muy profundo por la nariz, como si estuviera por llorar.

–Escucho las noticias y me hundo todavía más –dijo–. El otro día hablaba con la psicóloga. La pelotuda me repite cien veces lo mismo: tiempo al tiempo, señora. Quiero que me escuche, no que me calme. Estoy como hipersensible, viste. Veo una marcha por la televisión y me pongo mal. Tengo ganas de mandar todo a la mierda. Me siento como Elvis… –la mamá soltó una carcajada– …que le disparaba a la tele porque se veía gordo.

Se reía y se le movían los pechos. Darío me miró de reojo con la boca llena. La mamá se paró y se asomó otra vez por el pasillo.

–¡Ernesto! –gritó.

Darío se atragantó con el azúcar impalpable de la factura. Tosió sobre la taza y salpicó el mantel con café. Puso la servilleta de papel encima y yo le di la mía para que terminara de secar la mesa.

–Llegaron los chicos –gritó de nuevo. Si en algo no había cambiado la madre era en su voz chillona.

–¿Está durmiendo? –pregunté– Dejálo, si no.

–No, está en el baño. Y si está durmiendo, es hora de que se levante. ¿Tu perrita, Eze?

–Bien, Beatriz, bien.

–¿Y el cachorrito? –la mamá abrió los ojos y levantó las cejas­–. ¿Lo siguen teniendo?

Negué con la cabeza.

–Martín siempre me hablaba de él –la mamá plegaba una servilleta una vez y otra–. Mami no sabés lo que es la perra maltesa de Eze, me decía. No sabés el cachorrito que tuvo… ­–imitaba la voz de Martín. Parecía poseída.

–¿Fue uno solo, no? ­–me dijo.

–Sí, –asentí–. Re-loco. Parece que al padre le faltaba un testículo, y por eso tuvo menos crías, la naturaleza es sabia. El hijito también salió con un testículo solo. Nos dijeron en la veterinaria que es algo hereditario.

–Le costó un huevo nacer –dijo Darío.

La mamá parecía enajenada.

–Tomen el café, chicos, que se les enfría.

Echó otra docena de facturas a la fuente.

–Y coman facturas.

La mesa quedó salpicada de migas y azúcar.

–¿Y qué hicieron con el cachorro? –dijo.

–Lo vendimos.

–Martín me decía: mami, cuando tengamos otro perro tiene que ser como el de Eze –la madre ponía la boca en u y hablaba todo rápido, comiéndose sílabas, igual que Martín. Daba ganas de decirle que parara.

–Sí, lo vendimos. Pero hace un tiempo, ya. Debe tener como cinco, seis años ahora.

–Cómo pasa el tiempo –dijo la mamá, y se frotó los ojos con los dedos.

Me preparé para abrazarla, seguro de que iba a largarse a llorar. Pero ella se levantó de la mesa y puso a hervir agua. Nos miramos, como debatiendo quién iba a consolarla. Yo quería que se detuviera el tiempo, quería desintegrarme y aparecer en mi casa en un par de segundos. Que pasara algún milagro, algo que nos sacara de allá rápido. Y algo de eso hubo, porque de pronto, en medio del silencio absoluto, entró el papá en la cocina. Estaba lagañoso y despeinado, como si se acabara de levantar de una siesta larga. Apoyó los brazos en los hombros de Darío, que comía una factura.

–Así te quería agarrar a vos –dijo y se rió.

Darío se dio vuelta, se limpió las manos en el pantalón y le dio un abrazo. Yo también me paré y le di un abrazo fuerte. Sentí el pecho caliente del papá y las palmadas en la espalda.

–¿Qué cuentan, chicos? –dijo.

–Bien, Ernesto, acá ves –Darío señaló la fuente–. Te estamos acabando las facturas.

–Coman, coman que tienen que crecer –El papá miró a la mamá–. Bea, vení, sentáte –dijo como rogando–. Traéte el termo y tomamos unos mates.

La mujer llenó el termo con agua hirviendo y se sentó a la mesa. Preparó un mate y se lo pasó al papá.

–Qué alegría verlos por acá, muchachos –dijo el papá.

–Vinimos a ver a Pancho –dijo Darío sonriendo. Le hizo unas caricias al perro, y éste se echó en el piso a su lado.

–¿Qué es de sus vidas, che? ¿Les debe quedar poco para recibirse, no?

–Eze ya se recibió –se apuró a decir la mamá–, y a Darío le quedan un par de materias y termina.

Parecía que le recriminaba al papá la pregunta que acababa de hacer.

–Mirá vos qué bien –dijo el papá–. Felicitaciones.

El papá chupó la bombilla hasta acabar el agua y le devolvió el mate a la mamá.

–¿Seguís dando clases en la UBA, Ernesto? –dije por decir algo.

–No, dejé –dijo él.

Darío asintió con la cabeza y acabó su café.

–No podía concentrarme –dijo el papá–. Aparte, gasto más en ir y volver que lo que cobro de la Universidad.

Se calló y tomó un segundo mate. El papá de Martín era ingeniero y profesor. El tipo era un bocho en matemáticas. Los días que nos internábamos a estudiar dejábamos los problemas que no nos salían para la noche. Cuando él llegaba a la casa le pedíamos que nos los resolviera. Miraba las demostraciones un rato y las resolvía en diez minutos. Lo disfrutaba en serio.

Darío se paró.

–¿Qué buscás? –dijo la mamá.

–No, una servilleta.

–Acá tenés, tomá.

Darío se limpió el azúcar de las facturas de las manos y acarició de nuevo al perro echado a sus pies. El perro golpeaba la cola contra el piso.

–¿Quieren ver la cámara que me compré? –dijo el papá. Se levantó y salió de la cocina hacia las habitaciones.

–A cada persona que viene a casa le muestra la cámara –dijo la mamá–. Está monotemático.

Al rato apareció el papá con un bolso.

–Bueno señores, abran cancha. Miren lo que es esto –sacó una cámara reflex y le quitó la tapa a la lente–. Nueve mega píxeles, con zoom. Acá guarda como quinientas fotos –señaló una plaqueta–. O sea que en esta memoria me entran casi catorce rollos de treinta y seis.

–Ahora les va a contar lo del concurso –dijo la mamá.

El papá la miró.

–Sí, me voy a presentar en un concurso que está organizando el centro este donde ella hace cerámica. Yo cuando tenía su edad era fotógrafo –nos dijo desafiante, actuando–. Voy a usar la camarita. Mi idea es sacar entre cien y doscientas fotos. Después las bajo a la computadora, las retoco si hace falta, y de ahí imprimo las que estén mejor. Un chiche, ¿no?

–Yo me quiero comprar una –dijo Darío.

El papá abrió el ojo de la cámara. Apuntó al balcón, a los maceteros con los malvones y presionó el obturador. Sonó un ruidito. Apuntó al perro y sacó otra foto. Al final enfocó la cámara en mi cara y gatilló de nuevo. Después encendió la pantalla de la parte de atrás del aparato.

–Ven, entonces después voy viendo las fotos que saco, y si no me gustan cómo salieron, las borro y listo.

El papá pasó la primera foto y la borró. Hizo lo mismo con la segunda.

–No te olvides del zoom –dijo la mamá.

El papá no levantó la vista. Estaba detenido en mi foto. Presionó un botón y mi cara quedó en primer plano. Él se quedó mirando la foto un rato. Yo veía la cámara de costado. Había sonreído justo. Se destacaban mis dientes blancos. Lo noté raro al padre. Al principio pensé que había pasado algo con la cámara, pero después me di cuenta de que le había molestado algo, tal vez la actitud de la mamá. O quizás mi sonrisa en la pantalla. Yo tampoco entendía por qué había sonreído. Le hubiera querido pedir disculpas. Entonces de pronto el papá, como si se despertara de un sueño, borró la foto, apagó la cámara y la metió en el bolso. Se levantó de la mesa y salió hacia las habitaciones.

Darío tosió y me miró. La mamá sacaba facturas del envoltorio y las ponía en la fuente, pero no cabían más. Las apiló hasta vaciar el sobre.

–No sabe hablar de otra cosa –dijo la mamá y nos ofreció más café.

–No pasa nada –dije.

La mamá empezó a ponerme café. Dije ahí muy bajito y no me escuchó. Me sirvió la taza hasta arriba de todo. No había lugar para la leche. Yo no quería café solo. Tomé un trago largo para poder cortar el resto con leche.

Pensé de nuevo en Martín, en cómo habrían sido sus últimas horas. Es la noche del 21 y queda con los amigos y la novia para salir a festejar la primavera. Van a bailar a un boliche. Toma un par de cervezas. No discute con nadie ni hace ninguna alusión ni comentario raro. Salen de bailar, se despiden de los amigos y acompaña a la novia hasta la casa. Le da un beso y le dice que la quiere mucho. No hay subte todavía, entonces se va caminando, como media hora, hasta su casa. En el camino silba Stairway to heaven de Led Zeppelin. Cuando llega está amaneciendo. Abre y cierra las puertas con cuidado para no despertar a nadie. Se saca la campera y la deja en la silla. Se sienta un rato en la cama. La habitación está iluminada por rectangulitos de luz tenue que se filtran por la cortina. Se mira los dedos de la mano: no le quedan uñas de tanto comérselas. Va hasta la repisa del living, abre el segundo cajón y saca el revólver que el papá guarda cargado por si entra alguien. Le saca el seguro y se lo apoya contra la sien. Siente el caño frío un rato. Se coloca el revólver en la cintura y sube por la escalera hasta la azotea, sin hacer ruido. El sol despunta detrás de los edificios. El cielo es una mezcla de celeste, blanco y amarillo. Se pone el revólver en la boca y se queda así un minuto. La lengua se le llena de saliva. Se lleva el caño a la sien. Cierra los ojos y aprieta el gatillo.

–¿Supieron algo más de Martín? –le dije.

–No. Nada de nada.

La mamá negó en silencio. El día del velatorio me habían contado que Martín estaba bajo tratamiento desde hacía años. Para mí había sido una sorpresa. También me dijeron que hacía tiempo le había dicho a los padres que se iba a tirar a las vías del subte. Yo ahí nomás relacioné esto con las llamadas que me hacía la mamá cada tanto, a cualquier hora, con voz chillona y desesperada, preguntándome si sabía dónde podía estar Martín.

–Hay días que no puedo ni levantarme. No tengo ganas de nada. No puedo dejar de pensar qué hicimos mal. Trato de darle la vuelta a todo, de hacer marcha atrás, viste.

La mamá se puso a llorar. Yo me levanté y le pasé el brazo sobre el hombro. Lo miré a Darío, pidiéndole un consejo telepático.

–Vamos, che, vamos. Tenés que ser fuerte –dije.

–Es que a veces, chicos, les juro que no sé cómo seguir –dijo ella, y se sonó la nariz–. No sé.

La abracé. El viento sacudía los malvones afuera. El cielo se oscureció de repente. La mamá respiraba entrecortado, con la cabeza apoyada en mi pecho. Luego volvió a sonarse la nariz. Le alcanzamos un vaso con agua.

Al rato Darío me dijo de ir yendo. La mamá nos preguntó si queríamos algo más y le dijimos que no. Caminamos hasta la puerta. Ella se asomó por el corredor que daba a las habitaciones.

–Papi, se van los chicos –dijo.

Esperamos un rato pero el papá no salió. Entonces bajamos por la escalera hasta la entrada del edificio. La mamá nos abrió y se quedó sosteniendo la puerta. Nos despedimos con un beso. El aire olía rico. Se iba a largar a llover en cualquier momento.

–No se pierdan –gritó la mamá con voz chillona, y después se escuchó la estampida de la puerta cerrándose sola.

Patricio Bottos

Patricio Bottos nació en 1976 en Buenos Aires. Estudió Relaciones Internacionales en su ciudad natal, y desde 2003 vive en Barcelona. Trabajó un tiempo en consultoría. Hoy en día escribe ficción y guiones y también trabaja en el mundo audiovisual.

En 1996 realizó su primer taller de narrativa, coordinado por Diego Paszcowski. Desde 2000 hasta 2003 participó en el taller literario de Liliana Heker, y desde 2006 hasta 2008 trabajó con Alejandra Laurencich los textos de diversos relatos que compiló en un libro: Generación perdida.

En 2004 obtuvo el Primer Premio del Concurso Sant Jordi de relatos (Universitat Pompeu Fabra – Barcelona), y en 2009 el relato “Gachiñu” fue seleccionado para participar en el Encuentro Cultural Passo de Guanxuma (Universidad General Sarmiento – Buenos Aires). En 2011 acabó el trabajo “Carver vs. Carver”, en el que analiza las diferentes versiones de los relatos del escritor norteamericano. Ahora está trabajando en una novela y en un guión de ficción.

Desde 2004, publica en el blog En Barcelona, y desde enero de 2012 está publicando mensualmente los relatos de su libro Generación perdida en formato blog (http://patriciobottos.wordpress.com).