Viaje final · Cuento de Pablo Palacio

Junto a este cubo mío, el otro, sólo un delgado tabique de por medio. En ese cubo vivía mi amigo y éste era el más dulce amigo.
Todos los días nos decíamos.
–¿Cómo has amanecido? Buenos días.
–Hola, buenos días. ¿Cómo has amanecido?
Y nos dábamos palmaditas en las espaldas y sacábamos a los ojos nuestra alegría de camaradas que son dulces amigos.
Nos hemos comunicado nuestros grandes planes y el hambre a los dos juntos nos ha devorado. El mismo ojo agudo, la misma oreja fina.
Luego, ya entrada la noche como una vez amanecido:
–Hasta mañana, Bernardo. Pásalo bien.
–Sueña con los angelitos, Andrés; hasta mañana.
¿Por qué, entonces, ahora, Bernardo, dulce amigo mío, en vez de hacer la despedida de costumbre, has tenido la indiscreción de comunicarme tu próxima muerte y tu deseo de no ser interrumpido?
–Sí, Andrés, adiós. Voy a coger una pulmonía.
Adiós, Bernardo. Ya sabes que yo lo siento inmensamente.
Y has tomado sitio en tu pequeño cubo, asegurando tu soledad por dentro, estirándote de espaldas esperando.
Yo he pasado toda la noche en vela, la oreja pegada al tabique arrodillado de este otro lado de tu lecho.
Primero todo era tranquillo como en el más tranquilo sueño.
Después tosías, ¡cómo tosías, amigo Bernardo! Cúju, cúju. Cúju, cúju. Cúju, cúju.
Ahora te agitas, ahora cruje el lecho. Te levantas, ¿te levantas, amigo Bernardo?…
Agua, agua. Te pasa el agua a grandes golpes por la garganta, como la fuga atropellada de una represa a través de un tubo demasiado estrecho.
Luego te tranquilizas. Ya estás bien así.
Una hora, otra hora.
Me vence el sueño y caigo dormido por un minuto, sólo por un minuto, que yo he pasado toda la noche en vela.
Ahora viene el sobresalto.
Estás muriéndote, Bernardo. Oigo tus quejidos bajitos pero desgarradores. Tus gemidos… Tus gemidos y tus gemidos, ay, ¿hasta cuándo?
Nosotros éramos los más dulces amigos ¡y yo de aquí no puedo moverme para auxiliarte
o por lo menos para verte ahí cerca!
Bernardo, me has ayudado a matar el tiempo. ¿Qué hubiera sido de mí solo en las horas calladas? Bernardo, me siguen como la sombra tus ojos azules, en medio de lo negro, sin pestañear, dulces, cordero degollado.
Ya aparece, al lado del gemido, un ronquido como de fuelle que quiere aire.
“Ay… ggoro-gorr”… “Ay… ggoro-gorr”
Después ya no hay gemido. Sólo ese ansioso tirar del aire desesperadamente, cada vez más fuerte y más fuerte, llenando todo el cubo con el sonoro escándalo que levantas por no dejarlo. Lo odias y lo amas.
¿Lo amas, Bernardo?
“Ggoro-gorr… Ggoro gorr”
Se hincha el fuelle de tu garganta, ya no hablarás otra vez conmigo.
Ya el ronquido se debilita. Cada vez más bajo, más bajo, más bajo… Ya sólo es un aliento. Ya no es ni un aliento. Ya es nada.
Silencio.
¡Bernardo! ¡Bernardo!
Golpeo el tabique…
Silencio.
¡Bernardo, el cuello era demasiado estrecho y vas a poner cara de ahorcado!
¡Quítatelo!
Silencio.
……….
¡Ay, ya ha muerto mi amigo Bernardo, mi más dulce amigo!