Cuento · The Last Picture Show

(El espectáculo transparente, Ediciones Letras y Bibliotecas Córdoba)

Por Sebastián Menegaz

Este era un viejo que se quería morir viendo películas. Estaba acabado, desahuciado, y a como fuera iba a esperar la muerte frente a la pantalla, distraído en el hechizo de la máquina sensual hasta espichar. No obstante, para eso necesitaba montar cierta logística y cierto programa. Era un viejo rico, de todos modos, o lo suficientemente rico como para solventar esa extravagancia. Se llamaba Reich y el origen de su fortuna era cuanto menos oscuro. Icarito, el cineclubista, el cinéfilo mayor de la Pizzería Real, solía introducirnos en la historia más o menos así.

“En esa época –decía, los dedos en racimo sobre la gachita de maní– yo era operador en el Mundial, y no pasó que un buen día, a poco finalizada una proyección –¡justamente!– de El hermoso Brummel, ese vodevil de Julio Saraceni con Fidel Pintos y Delfy de Ortega, que por cierto era una dalia, Delfy, y tenía los ojos alocromáticos de Vivian Leigh, alguien, un coso, se me presentó en la cabina y me dijo: ¿Señor Icardi? (Icaro, Icarito). Tengo una propuesta para hacerle…”. Y ya, a partir de aquí nosotros quedábamos fatalmente enfrascados en la jácara hipnótica de Atilio Icardi. En sus propias palabras, siempre aliñadas, excesivas, esa persona era un chófer algo decrépito, un nuncio con aire de engrupido, a poco un Erich von Stroheim menos siniestro que fifí, o más arrufaldado que marrullero si se quiere, y el sentido que Icarito encontraba notorio en lo postrero, en ese “¡justamente!” que no quería decir si no “¡válgame si no será el destino una carnavalada!”, tenía que ver con el carozo mismo de esa película minorísima y olvidada que no era otro, el carozo quiero decir, que el relato de una impostura, la de Beau Brummell en este caso, George Bryan Brummell, el primer dandy, el faisán dorado del Royal Pavilion de Jorge IV, retratado aquí no por lord Byron ni Virginia Woolf sino por Fidel Pintos y su nariz apologética, paródicamente, desde ya, como un valet concupiscente y desahogado, forzado, en una variante doppelgänger a la criolla, a reemplazar al Príncipe de Gales y llevar adelante las peripecias cómicas de aquel embuste.

 

De modo que prometía una historia de suplantaciones Icarito, una mascarada que nosotros le oímos traer a cuento por primera vez durante una presentación de El príncipe y el mendigo en el Cineclub Universitario, no recuerdo ahora si en un ciclo dedicado a Errol Flynn o a una serie de románticos descangallados como Errol Flynt (pienso en Monty Clift, en Valentino) congregados todos bajo un título típicamente Icardi que bien pudo haber sido, por ejemplo, “El oro y el barro”.

Recuerdo su figura minúscula y nerviosa sobre el escenario, el jersey chupino, los anteojos de concha, la barba greñuda, evocando, Icarito –mote precioso–, cómo aquella vez el chófer se había quitado el sombrero para estrujarlo entre sus manos con cierta impaciencia. Quería comprarle una película, de eso se trataba, o eso había dicho, una gema de la colección preciada de Atilio Icardi, que ya por entonces era un cinéfilo provisto. Pero de eso ni hablar, la película no estaba en venta, bajo inconmovible precepto de moral cinéfila, y de aquí el incordio del chófer al que encima le escocía el carbón (el humo) de las linternas.

En esa época (estamos hablando de los años sesenta) Icarito proyectaba sus películas en la Casa del Trabajador y en el Cineclub Lumière, de modo que si el chófer quería verla ya sabía adónde. Esto le dijo, y hasta con impertinencia. Pero entonces el otro le habló del viejo, le dijo que Reich, el moribundo, quería morir viendo películas (como todos) pero no cualquier película, sino aquellas, únicamente, que hubieran integrado el programa exhibido durante la Mostra de Venecia del año 1932, la prima esposizione internazionale d´arte cinematografica, montada a la sazón en la terraza del Hotel Excelsior, en el Lido, y que su película de rojos, le dijo el chófer, la película de Atilio Icardi, era copia única en la provincia y ni falta hacía que se lo mencionara. Se trataba, en suma, de El camino de la vida, la epopeya de Nikolai Vladimirovich Ekk, cineasta letón de carrera menguante, primer ejemplar sonoro del cine soviético; una suerte de Oliver Twist colectivista,

 

exhibida tantas veces por Icarito en uno de sus ciclos predilectos, el de las primeras talkies. “¿Qué eligió decir, y sobre todo qué eligió callar, cada cine con su primera voz?”, decía Icarito, de pie frente al lienzo blanco de la pantalla. Y valga si se imbricaba en una hermenéutica plena de asociaciones antojadizas y de apostillas que hacían a su celebérrima lectura sintomática del cine. “El cine es resultado de lo otro siempre –decía– del partenaire, de la réplica, del fondo, de la sombra, del contraplano. El cine no dice nunca aquello que se ha propuesto decir, o no lo dice excluyentemente. El cine es como el crimen en las películas de Julio Coll –decía–, el asesino procura y el cadáver obtura” (desde luego que ninguno de nosotros sabía quién demonios era Julio Coll). Y nada impugna, desde ya, la posibilidad cierta de que Icarito haya hablado de todo esto con el chófer, dado como era a montarse en glosas espontáneas cuando el espoleo era ajustado. Y más aún teniendo en cuenta que el capricho de ese viejo rico y moribundo había acabado por cautivarlo en el acto, y no ya para acceder a vender la copia, un anatema, sino para ofrecerse desinteresadamente a proyectarle la película adonde fuera y más todavía –aunque esto no ya tan desinteresadamente sino más bien rentado– a programar Venecia 1932 para él, para el señor Reich en su propia casa.

El programa, por lo demás, era un aljófar. Amor prohibido, Gran Hotel, El campeón, Reichestein, Viva la libertad, El hombre y el monstruo, El pecado de Madelon Claudet. Capra, King Vidor, Clair, Lubitsch, Tourneur, Nikolai Vladimirovich Ekk. De pronto, en el relato acompasado de Icarito un Plymouth Savoy color amarillo natilla avanzaba por una carretera ceñida de pinares, sinuosa y terciada hacia el paso de un arroyo, a la vez que nuestro amigo repasaba la lista que el chófer traía anotada en una libreta de piel de carpincho: junto a El camino de la vida había adosado una tilde. Las latas viajaban sobre el asiento trasero y restallaban en cada bache o turgencia del ripio. Atrás habían ido quedando las chacras y las filigranas del descampe serrano para darle paso a las casonas señoriales y a los hoteles ocultos, engullidos en la sombra de los boscajes de plátano y roble, retiros exclusivísimos, promocionados con discreción en el Jockey Club y en las embajadas de la avenida Alvear. Icarito decía haberse topado a poco con una casa de altos, aterrazada, rodeada por un extenso muro perimetral y los jardines del Petit Trianon, “la casona inglesa más francesa de Cruz Chica”, decía. Profuso mármol, cristales biselados, celosías patéticas. El Plymouth había atravesado un portón de rejas con friso y al final de un sendero de balasto los había recibido una criada gorda: “descomunal, inmensa, planetaria”. Icarito sazonaba la cosa con adjetivaciones epifrásicas monumentales, las flores eran peonias chinas “asalmonadas, vino tintillo pálido, Anjou rosado del Loira”, y los dos leones de yeso que escoltaban el porticado, los leones de Sarnath y Babilonia. Y hablaba entonces de la llegada de Joan Fontaine a la mansión Manderley en Rebecca,

 

y a la Thornfield House del canallesco Edward Rochester en Jane Eyre. “Nadie como Joan Fontaine para mudarse a mansiones torvas en los años cuarenta”, decía.

El señor Reich, en efecto, se estaba muriendo. Su médico erraba por la casa sin mayores ocupaciones, la enfermera le suministraba dosis de morfina, y la criada conducía ahora a Icarito por una escalera grotesca. El proyector había sido instalado en la habitación contigua a la habitación del viejo, y en la pared lindante habían descolgado un cuadro y abierto un hoyo. Sobre el piso de pinote se amontonaba el escombro. También había películas (latas) apiladas. Y una cama. La criada le dijo a Icarito que el colchón era bueno, que dormiría allí el tiempo que al viejo le tomara morir. Y le dijo también que la cena se servía a las ocho, en la cocina, y que las proyecciones debían comenzar cuanto antes. De modo que lo dejó con sus asuntos y lo primero que hizo Icarito, no bien la criada empujó su cuerpo al corredor, fue mirar por el hoyo. Pero a poco si vio nada, una oscuridad plena. Recién atinó a ver algo con la luz residual de la primera proyección, un contraluz apenas,

unas sombras recortadas contra el perfil de Fredric March en El hombre y el monstruo. Una pantalla de lino, una cama dispuesta en el centro del cuarto, y sobre ella un hombre tumbado, o la intuición de un hombre tumbado si fuera, agonizante. Una ilusión óptica, un hombre consignado, disuelto en su objeto.

Cabe decir, asimismo, que a partir de ese momento las películas ya no se interrumpieron más que para conciliar algunas horas de sueño entre las dos y las nueve, o las ocho, o las seis, o cuando fuera que el viejo despertaba. Icarito no mantenía contacto con el viejo, todo lo observaba por el hoyo, como en un teatro de sombras: las inspecciones esporádicas del médico, las faenas analgésicas de la enfermera, las mediaciones de la criada con sus papillas. Y era la misma criada quien le indicaba a Icarito cuándo comenzar y cuándo finalizar las proyecciones. Fueron en total siete días. Durante las cenas se hablaba de cualquier cosa menos de lo que se presumía ineludible. Nadie hablaba de la última voluntad del viejo, nadie especulaba, nadie concursaba un sentido. Y cuando Icarito preguntaba las respuestas eran generalmente vagas. “Ha de ser una historia suya”, decían. “El señor Reich ha sido siempre un hombre inescrutable”. Cosas por el estilo. Pero a poco, rapiñando información, nuestro amigo pudo enterarse de algunas puntas. Que el viejo era viudo, por ejemplo. O que había hecho fortuna comercializando películas para la Paramount en los años treinta. Que había sido un coronel de las majors, un tiburón de la distribución. Y que tenía un hijo, Álvaro, con manifiestas tendencias estrafalarias. “Nunca se han llevado bien”, le dijo una vez la criada. Y otra vez el chófer le dijo que desde que había muerto la señora, el señor Reich se había carajeado con el cine. “Hizo desmantelar la sala de proyección –dijo–, se desprendió de tantísimas películas, dejó de frecuentar gente”. “En esta casa se ha hospedado Rosita Moreno”, le dijo una vez la criada con envanecimiento. Pero ahora todo aquello tenía un semblante de tumba, de esplendor dimitido, de taxidermia.

Las cosas siguieron más o menos del mismo modo durante varios días, seis o siete, lo dicho. Esto era: proyecciones continuadas durante el día hasta la medianoche, las escenas repetidas en la habitación del viejo, el médico, la enfermera, la criada, las cenas, las conversaciones superfluas y las otras, siempre vagas, hasta que un buen día alguien, algún despatarrado, desconectó el cable del altavoz. Icarito, al parecer, dormitaba sobre la cama y oyó que el sonido de la proyección se interrumpía. Presto, se asomó al hoyo y vio una sombra que se escurría por el cuarto: alguien, un cuerpo que rápidamente se echó al corredor. En la pantalla los besprizorni de Ekk, los hijos de nadie del fratricidio ruso, entonaban una tonadilla muda. Icarito revisó las conexiones del proyector y tomó entre sus manos el cable de audio que se introducía en la habitación del viejo por el hoyo. De modo que detuvo la proyección y salió al corredor. Era de noche, la casa parecía desierta. Llamó con encogimiento a la puerta del viejo pero no obtuvo respuesta. Esperó y a poco decidió entrar y, al hacerlo, por alguna razón (Icarito nunca le encontraba explicación a esto) se aseguró de que nadie lo viese. Después cerró la puerta tras de sí y se detuvo un momento para observar al viejo: estaba dormido. En la pantalla unos niños andrajosos pitaban cigarrillos; ateridos, inmóviles, doblemente congelados.

 

Icarito ensayó unos pasos con sigilo y se acuclilló junto al altavoz. El cable estaba desconectado, lo habían pateado, en efecto. Volvió a conectarlo y, entonces, de pronto, el viejo dijo algo, como si el altavoz hubiese estado conectado al viejo, le habló a Icarito, pero no a Icarito estrictamente, sino más bien a su presencia. Dijo: “¿Sos vos?”, con ese tono implícito. “¿Vos quién? –pensó entonces Icarito–, ¿esa sombra?”. “¿Y si yo fuese esa sombra? –se dijo enseguida, en un encadenamiento un tanto irreflexivo–, ¿y si yo fuese el echadizo?, ¿qué pasaría?”. Y ya, lo dijo, dijo que sí, lo afirmó descaradamente, dijo: “sí soy yo”, tres palabras, ¡encima!, cuando bien hubiera bastado una. ¿Y si el viejo esperaba la voz de una mujer? Pero no pasó eso. Y si hubiera pasado de cualquier modo Icarito tenía margen para simular un malentendido, después de todo, en algún sentido sí era él, Atilio Icardi, el proyectorista. Pero vamos, nada de eso, Icarito dijo: “Sí soy yo”, y entonces el viejo dijo: “¿Qué pasa con la película?”, o algo así, cabreado, bilioso, e Icarito entonces: “Se desconectó el altavoz pero ya está solucionado”. “Lo pateé en la oscuridad sin darme cuenta”, dijo. Y ya, el viejo entonces montó un monólogo. Masculló unas quejas, unas hesitaciones gemebundas, y soltó un soliloquio que fue un chapuz, una parrafada un tanto equívoca al principio pero a poco reveladora. “Estos chiquillos me hacen acordar a vos” dijo, y señaló la pantalla, o Icarito supuso que el viejo hacía eso, Atilio Icardi acuclillado todavía junto al altavoz, agazapado, extático. Y trazó entonces, el viejo, una analogía uncida a la idea de orfandad, orfandad concreta en el caso de los besprizorni pero traslaticia en el caso de Álvaro (con él hablaba en realidad) y siguiendo con el paralelismo (siempre con los pibes del cigarrillo congelados en la pantalla) dijo el señor Reich que esos niños encarnaban, de algún modo, las mismas primacías sociales que los habían desamparado: la facción y la violencia. “Que esos huérfanos rusos habían acabado por encarnar la violencia –decía Icarito parafraseando al viejo– con el único propósito, o pulsión, de ser aceptados por unos padres que habían sido hechizados por ella”. Y que Álvaro había hecho lo mismo, dijo el viejo, y que él, el señor Reich, lo había entendido, no ahora, no en ese momento, sino hacía ya mucho tiempo. Que Álvaro había hecho de su vida un foco de atención para él, una encarnación de las primacías de su padre, del objeto de sus obsesiones. “Te has esforzado por hacer de tu vida un melodrama –dijo el señor Reich– para convertirte en otra de mis mercancías, en otro efecto de mis intereses”. “Nunca te alcanzó mi cariño –dijo–, nunca te bastó nuestro modo de vincularnos, y me achacas a mí un desprecio que siempre ha sido tuyo”. Icarito decía que Álvaro había inventado el desprecio del viejo para montar la pater causa de sus desafueros (o que eso barruntaba el viejo al menos). Que todas sus maniobras amorosas, sus mamarrachos sexuales, sus necedades políticas, sus efusiones, sus escándalos, sus placeres peligrosos, su flagrante afición por la peripecia habían hecho de su vida una película que él no quería comprar. “Nunca voy a entender qué me reclamás –le dijo el viejo a Icarito–, ¿la devoción que yo sentía por tu madre? ¿El estupor con el que soportaba sus humillaciones? ¿El modo en que yo sublimaba sus vergüenzas con mi trabajo, al punto de llegar a convertirme en el logrero infame que fui? Todo eso es parte de tu melodrama, Álvaro, un rollo más de esa película que siempre has pretendido infiltrar en mi catálogo”. La señora pintaba, eso le diría después el chófer a Icarito, en el Plymouth, de regreso a Córdoba, “era artista”. Pero artista en el sentido más político del término: pintaba para conocer gente. Así había conocido al señor Reich, en el hotel Excelsior, en el Lido, aparentemente. “¿Querés otra inflexión melodramática para tu película, Álvaro?”, dijo en un momento el viejo, o así decía más bien Icarito, impostando la voz del señor Reich con el acento inmune de San Pancrazio Salentino, su aldea de la Apulia. “La querés te la doy, un padre nunca debe decepcionar a un hijo ¿verdad?” (Icarito aliñaba la cosa con melopea patética).

“Tu madre encontraba la frivolidad subversiva”, le dijo el viejo después, y se rió. “Era surrealista, me dijo que había conocido a Max Ernst en el Harry’s Bar la noche anterior, era una mocosa fascinadora, hipnótica”. “Se interesó por mí porque Latinoamérica le parecía primitiva”, dijo. Y el señor Reich volvió a reírse: una contracción a mitad de camino entre el plañido y la expectoración. “Por eso se casó con un agente de la Paramount en Buenos Aires”, dijo. Y dijo, el viejo, finalmente, que había elegido morir en agosto de 1932, evocando el primer encuentro con su oscuro objeto del deseo. Que esa era su aportación al melodrama de Álvaro dijo, su concesión: “Aquí tienes un final digno del padre de un personaje como el tuyo” (no dijo esto exactamente pero bien pudo haberlo dicho).

Después Icarito regresó a la habitación de junto y reinició la proyección. El viejo murió esa misma noche. “Murió en la cola del último rollo –solía recordar Icarito con cierto estupor– como si su vida hubiese estado consignada en la película”. Y hasta llegó a sentir, Icarito, durante el día, cuando la casa ya trajinaba el paso de la expectación a la clausura, que si no hubiese reiniciado la proyección, que si hubiese dejado aquel fotograma congelado sobre la pantalla, el viejo quizá no se hubiese muerto.

Ese día conoció a Álvaro de vistas: era un muchacho de unos treinta años, lánguido, aniñado, de un garbo ligeramente musical: a Icarito le recordó a James Coburn.

Caminaba por el jardín entre las peonias chinas, fumaba, se abstraía en la náyade de una fontana. El Plymouth estaba en marcha e Icarito cargaba sus trastos. Cuando señaló a Álvaro el chófer le dijo que el chico había llegado la noche anterior. Icarito pensó en hablarle, pero intuyó –como nosotros– que la película ya había terminado.

 

Sebastián Menegaz

(Narrador argentino, 1981)

Nació en Córdoba, Argentina. Cursó estudios universitarios de cine y televisión. Guionista, realizador. En 2009 integró la Antología de la novísima narrativa breve hispanoamericana (Unión Latina-Random House Mondadori). Es autor de la colección de ensayos Del tiempo y la ciudad (publicada actualmente en el diario Hoy Día Córdoba). El espectáculo transparente es su primer libro de relatos.