El escritor como lector: Gonzalo Garcés

Desde sus primeros pasos como lector hasta sus más recientes lecturas en el flamante rol de Director Editorial del sello Galerna, el talentoso narrador y crítico literario Gonzalo Garcés –cuyo último título publicado es el ensayo/nouvelle Hacete hombre. Historia personal de la masculinidad– nos invita a su propia travesía por las bibliotecas amadas, desplegando frente a los lectores sus gustos, sus manías, sus envidias y reflexiones, permitiéndonos vislumbrar el íntimo y vehemente vínculo con los autores que lo siguen asombrando.

–¿Se leía en tu casa? ¿Se hablaba de libros?

–En la casa de mi madre (donde yo vivía) se hablaba de Vargas Llosa, de Dostoievski, de Henry Miller, de Lawrence Durrell, de los cuentos de Woody Allen. En la casa de mi padre (donde yo pasaba las vacaciones) se hablaba de Paul Éluard, de Blaise Cendrars, de Saint-John Perse, de T. S. Eliot, de Stendhal, de Flaubert. En ese entonces me parecía que eran gustos tan diferentes como los de los Verdurin y los Guermantes. Ahora no estoy tan seguro. Un detalle divertido: en ninguna de las dos casas soportaban a Borges.

–¿Cómo aprendiste a leer?

–Mi padre me leía la Prosa del transiberiano y de la pequeña Juana de Francia, y con el tiempo aprendí a leerlo solo.

–¿Cuándo descubriste el placer de leer, esa sensación de conseguir intimidad con un texto?

–Cuando leí Trópico de Cáncer, de Miller. Antes había leído bastantes libros, incluso otros de Miller. Pero Trópico fue diferente. Más que conseguir intimidad, era como si Miller tuviera una máquina de convertir la experiencia en ficción. La penosa experiencia en invulnerable ficción. Dame lo peor de vos –parece decir Miller–, tu cobardía, tu sentimentalismo, tu inconstancia, tu ineptitud, y lo convertiré en un personaje. Y desde ese momento no será más fuente de vergüenza, sino de goce. Hay una escena en otro libro de Miller, Trópico de Capricornio, que explicita esta transformación. Miller está destrozado porque su mujer lo dejó. Empieza a escribirle una carta. Se embala y le dice (en la carta) que piensa escribir un libro sobre ella. Se pierde en la descripción de su dolor, explica con elocuencia por qué nunca habrá otra mujer como ella, y de repente, escribe Miller, “tuve que interrumpirme para preguntarme por qué me sentía tan feliz”.

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