Cómo empecé: Marcelo Cohen

MARCELO COHEN

Cohen panorámico

 

Marcelo-Cohen

Figura insoslayable de la literatura contemporánea, creador de una cosmogonía que ya es territorio de nuestra lengua, Marcelo Cohen repasa sus inicios narrativos en una apasionante trama de perspectivas. Su infancia porteña, los días en el Colegio Nacional Buenos Aires, su acercamiento a los libros, los primeros referentes, los años de periodismo y militancia, el exilio en España, el regreso y el universo íntimo de su escritura se despliegan en una charla franca y conmovedora. Por si fuera poco, el también traductor –y director, junto a Graciela Speranza, de la estupenda revista Otra Parte– abre para los lectores de La balandra la libreta de notas en la que, de puño y letra, empezara a concebir su Delta Panorámico, y un fragmento de su tarea de edición.

Entrevista de Ángel Berlanga

“Se te van a hacer algunos silencios, porque hay cosas que tengo que ir a buscar”, dice Marcelo Cohen en referencia a los años 50, 60, primera mitad de los 70, los años en que fue un niño, un pibe, un joven de Buenos Aires, los años en que empezó a escribir. En perspectiva, sin embargo, este escritor y traductor no incurrirá en silencios y sí referirá a nuevos comienzos en su escritura, ya de más grande, cuando aparezcan en sus textos los rasgos fantásticos, o cuando pinte el Delta Panorámico: lógicas y desfasajes más o menos sorpresivos del túnel del tiempo. Así, entonces, puede escribirse que ahora Cohen busca la época del secundario: “Entrar al Nacional Buenos Aires y pasar de la colección Robin Hood a Borges para mí fue un salto –dice–. Creo que el primer libro que nos dio para leer un profesor de literatura fue El escritor y sus fantasmas; por supuesto, es una barbaridad, porque un chico de trece años no podía entender eso. Igual: con qué se estaba peleando Sábato, ¿no? Ahí explica por qué abandonó la ciencia y todo eso; con lo poco amigo que uno fue de Sábato, también tenía su pensamiento”.

En El Torreón, mediodía, invierno, pide una ensalada: lechuga, tomate, zanahoria, apio, atún. Cada tanto los trenes llegan o arrancan de la estación Belgrano R, frente a este bar: Cohen vive a pocas cuadras cuadras y suele venir a este sitio. “Nací en Buenos Aires, el 29 de septiembre de 1951, y pasé la infancia en el centro de la ciudad, jugando a la pelota en veredas de no más de cinco metros de ancho, entre peatones y bocinazos”, escribió en un texto autobiográfico que antecede a una entrevista realizada en octubre de 1993 por Graciela Speranza, que hoy es su mujer. Algo más de aquel texto: “Mi padre había llegado de Bulgaria a los cinco años; mi madre era hija de un
ucraniano y una polaca; cada uno de mis tíos venía de un país diferente. Aunque todos eran judíos, los sefarditas hablaban en ladino y los ashkenazis se sacaban el cuero en yiddish. Todo esto podría haber sido pintoresco, pero, al modo general de la inmigración, tendía obstinadamente a la normalidad: unos prosperaban, otros fracasaban y los disidentes iban hacia la locura con el solapado apoyo de los demás. Mi padre era optimista, tímido e ingenuo, y desastroso para el comercio; renqueba de una pierna. Mi madre, eficiente y sobreprotectora. Entre los dos nos transmitieron una buena cantidad de miedos, titubeos y un descreimiento plagado de supersticiones, pero también fuerza de voluntad, mucho cariño y una propensión a disfrutar con pequeños placeres: un paseo con helados, una película”. En su casa, a excepción de los infantiles, había pocos libros. El primer libro que lo deslumbró fue Crónicas marcianas. “Desde el momento en que entré al Buenos Aires, o ya al final del primario, mi familia, que era una típica familia de clase media judía, empezó a tener problemas económicos –cuenta Cohen–. Entonces mi hermana, que tiene seis años más que yo, empezó a dar clases de inglés, y trabajaba. Mi viejo tenía esa cosa de gran amor por Norteamérica, que había en la clase media, la admiración por los aparatos. La época de Mad Men. De chico yo también había estudiado inglés, y digamos que eso me marcó la vida, me dio la posibilidad de ser traductor. Empecé a traducir por mi cuenta a los diecinueve”.

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