Champagne Nature · Reconocimiento a Luis Alberto Spinetta
NUESTRO RECONOCIMIENTO A UN GRANDE
LUIS ALBERTO SPINETTA
La noticia llegó como llegan los golpes más demoledores, sin prevenirlos. Alguien abrió la puerta de una habitación donde entraba el sol de una tarde de verano y dijo: Murió Spinetta. Los pensamientos y recuerdos comenzaron a nublarlo todo, mientras tratábamos de negar ese puñado de palabras, la conjunción irreparable de ese verbo y ese apellido. Después vinieron las llamadas telefónicas, el buscar algún otro que hubiera sido, o fuera aún, tan fanático como fuimos, otro huérfano de todo aquello que él nos hizo vivir. Porque si Spinetta no hubiera aparecido en nuestras vidas, otra habría sido la historia para toda una generación. Él nos guiaba cuando éramos chicos, él nos decía qué leer, qué despreciar, cómo enfrentar al mundo, él nos daba valor para salir a la calle, como un hermano mayor, o un padre generoso e inmortal. Ninguno quería imaginar que algún día todo eso acabaría. Y mucho menos una tarde de sol. El Facebook, los diarios, la televisión, la radio, los mails se cargaron entonces de testimonios, de dolor genuino. Los homenajes se mezclaron con las músicas que nos dejó, con la memoria de escenas perdurables, el primer cigarrillo, la primera declaración de amor, una amistad que consiguió su sello definitivo escuchando esos acordes que se fundían en el alma, que daban cuenta de quiénes éramos mucho más que las huellas digitales que figuraban en los documentos de identidad. Durante días su nombre atravesó el cielo bajo el que andábamos aturdidos, algunos mirábamos hacia ahí, como si pudiéramos ser capaces de encontrarlo aún, en algún resquicio de la noche. Pero el vacío se hacía más palpable, y dejaba al desnudo la certeza: con Spinetta se iba nuestra juventud, la idolatría, lo que hemos sido. Nada era suficiente para conseguir alivio. O quizá sí: la palmada en el hombro de nuestros hijos, su mirada respetuosa, compasiva, cuando nos escuchaban decir: Fue un genio, sabés. Un genio, y ellos asentían.
(El siguiente fragmento es un work in progress, pertenece a una novela que aún no ha sido terminada. Fue escrito en el año 2010)
El verano del 76 fue muy soleado en Mar del Plata, mis padres se la pasaban exigiéndome salir al jardín, acompañarlos a la playa. Una de las vecinas tenía una hija estudiante de Medicina y ella le había dicho a mi mamá, refiriéndose a mí: ¿Siempre es tan apática? No conviene que una chica sea tan solitaria. Debería hacer deporte, ir a un club… Con lo que detestaba yo el contacto con gente de mi edad. Prefería toda la vida estar entre adultos, hasta los más aburridos eran preferibles a los estúpidos chicos y chicas de doce años. Pero la palabra de esa aspirante a médica había calado hondo en mis padres. Esta vez mi piel blanca, mis pecas, mi pelo rubio no habían cosechado elogios sino críticas. Esta chica necesita un poco de vitalidad, no es normal, dijeron convencidos. Se me prohibió el altillo y la casa mientras hubiera sol. Todos los días me reclamaban mi falta de interés en otros chicos del barrio: los vecinos de verano. Yo siempre inventaba buenas excusas, razones que mis padres no podían menos que atender con preocupación: ¿La hija de los Malamud? ¿Ustedes quieren que yo sea amiga de la hija de los Malamud? Bueno, entonces me van a tener que dejar salir a la noche, porque ella todas las noches sale a fumar a la puerta y se queda esperando al novio. ¡No! ¿Qué decís Andrea? ¿Cuándo? Después de las doce, me lo contó Fabián. Fabián me llevaba nueve años. Dos condiciones, masculinidad y mayoría de edad, lo protegían de algunas represiones paternas con las que a mí me martirizaban.
Pero con astucia y un poco de imaginación yo fui esquivando casi un mes las imposiciones de amistad hasta que una tarde de sol, mi mamá se enfureció y me dio un ultimátum: o me hacía amiga de los chicos que estaban veraneando en la casa de la vuelta o al otro día me anotaba en un club. Patinaje artístico sugirió y yo, aterrada, salí de casa en busca de amistades.
A la vuelta había una casa que todos los veranos abrían dos ancianas solteras y extrañas. “Abrían” es un decir porque las persianas se mantenían cerradas y sólo nos dábamos cuenta de la presencia de las viejas por la luz débil que encendían en el porch a la hora del crepúsculo. Una era poeta, se decía, y había viajado a Asia: suficiente para que la extravagancia las perfumara y alejara del resto de los mortales. A ellas, los vecinos como mis padres las saludaban todos los años con cortesía y algo de inquietud. Ellas respondían con una inclinación de cabeza, sin palabras. Eran pálidas, menudas, y en la boca algo como el desprecio las volvía inspiradoras. Me gustaba la gente que parecía tener secretos. Por una cuestión corporativa supongo. Yo tenía un secreto, lo tengo aún hoy, casi treinta años después, y ellas lo tenían. No había más que mirarles la boca para darse cuenta. Pero aquel verano del 76, para Reyes, la casa de las poetas seguía vacía. Y unos días más tarde apareció en su reemplazo una familia numerosa, todos rubios (mis padres atribuían a los niños rubios una total confianza para jugar conmigo). Padre, madre y tres hermanos hasta donde yo podía contar. Después me enteraría de que los tres mayores, ausentes en ese verano, eran militantes montoneros y que la familia había recibido amenazas a sus otros hijos por parte de los servicios de inteligencia, así que hacía más de un año que la familia venía escapando. Habían estado en el sur, en Campo Grande, en Olavarría, en una finca de La Rioja. Ahora estaban en la casa de las viejas poetas que eran las tías del papá de los rubios.
Yo di la vuelta a la esquina y vi a unos veinte metros, sentado sobre el cordón de la vereda de la casa, a Pedro, el varón más chico. “Pete” le decían para hacerlo enojar, y yo no sabía por qué ese sobrenombre lo ponía furioso. Hasta que un día Malena me lo dijo, pero eso fue después, cuando fuimos amigas. Pete tendría unos once años y calculé que me llevaba al menos una cabeza. Con un ladrillo le pegaba golpes bastante torpes al pedal de una bicicleta vieja, una de la de las poetas, seguro, porque a esas mujeres les gustaba salir a pasear en bicicleta a la mañana muy temprano cuando aún el pasto de los jardines estaba húmedo de rocío. Un día las habíamos seguido con Fabián. Ellas llevaban pañuelos de seda anudados bajo el mentón, y manejaban derechas como tablas, parecían dos princesas antiguas. Las seguimos como treinta cuadras, hasta el Grosellar, pero allí nos cansamos y nos desviamos para juntar moras. Nunca supimos hasta dónde habían ido con esas bicicletas viejas, descoloridas y un poco oxidadas. La misma que ahora Pete intentaba arreglar. Pete no me miró, por suerte, y cuando ya me aliviaba por su indiferencia, distinguí a Malena. Estaba sentada sobre los maderos que separaban la vereda del jardín del chalet. Ya la había visto a la mañana en la panadería. El pelo que le cubría los hombros al descuido, su espalda de nadadora, los vaqueros cubriendo esas piernas como pilares. Mamá dijo que tenía quince años, y Fabián se había referido a ella preguntando si era la rubia de las buenas tetas. A mí no me atraía su físico sino que fumara sin ningún recato, en el frente de su casa. Adentro estarían sus padres y ella fumaba. Eso sí que la hacía admirable. Faltaban unos diez pasos para estar a su lado y sentí el calor en las mejillas. Mis pasos iban volviéndose cada vez más lentos, como supongo deben ser los de una liebre acercándose a un terreno plagado de lobos. No iba a poder hablar, lo sabía, sentía la mirada de ella sobre mí, y el ruido de su pitada profunda me descerebraba. Vi la mancha verde oscuro de su buzo cuando pasé por su lado. Y ya me disponía a dar la vuelta a la manzana para volver a casa –era preferible enfrentar la furia conocida de mis padres a dirigirle una palabra a esa fumadora empedernida, ya tenía la excusa– cuando escuché:
–¿Te gusta Spinetta?
Fue como si hubiera sentido el caño de un revólver en mi espalda. El seseo leve de su voz dando justo en el blanco. Spinetta era sobre quien yo había edificado a Él, a mi personaje secreto. Spinetta, el músico que Fabián y yo adorábamos hasta la locura, era el que prestaba el cuerpo para mi invento. Me di vuelta y la miré a los ojos. Una profundidad de abismo. Verdes, pavorosos. Creo que asentí, pero ella, tan rápida, tan segura, dio una pitada entrecerrándolos un poco, y señaló mi remera. La remera que me había pintado yo, la que llevaba como un emblema de linaje superior. El pescado de ojos desorbitados que había copiado de la tapa del disco blanco. Era mi escudo protector. Yo pertenezco a la legión de los adoradores de Pescado Rabioso. Porque era ese grupo el que más me gustaba de todos los que Spinetta había formado. Pescado –como le decía Fabián, que había ido a todos los recitales antes de que la banda se disolviera–, me protegía de los embates del mundo. Malena Kunstler seguía estudiando mi remera.
–¿Dónde la conseguiste? –me preguntó.
–La pinté yo –contesté, y ella dijo:
–Es alucinante.
Y creo que nunca más volví a sentirme tan orgullosa como aquella tarde.
Fragmento de Las olas del mundo, Alejandra Laurencich.