Cuento · La balandra
Por Carlos Costa.
Aunque vivíamos a tres cuadras del puerto, casi no había marinos en nuestro pueblo. Mi padre era sastre, o mejor dicho pompier, en la sastrería principal. Disfrutar de la playa era lo más cercano que estuvo nunca a una actividad náutica. Sólo iba al río los domingos, con toda la familia. Allí, encallada al final de la costa, retenida con cadenas a un sauce para que las crecidas no se la llevaran, había una gran canoa sin asientos ni otro aditamento. “Balandra” tenía escrito sobre el metal oxidado. Siempre había estado en el mismo lugar, al menos para mí, que en ese entonces tenía diez años y era el cuarto y anteúltimo de mis hermanos.
Acompañé a mi padre el día que se la compró al vasco Urreta. No escuché, ahora que lo pienso, ninguna queja de mi madre por el despilfarro de ese dinero, que seguramente podría haber tenido mejor empleo, por ejemplo, en comprarme unos zapatos.
Un mes después, o algo así –cuando niño tenía otra apreciación del tiempo–, mi padre compró un viejo motor industrial, no un motor marino, como se hubiera esperado, sino un viejo motor a explosión que usaban para alimentar un generador. Con la ayuda del gallego Rodríguez, el mecánico de la esquina, quien le debía un favor relacionado con cierto traje adaptado de apuro a su cuerpo deforme, logró incorporar el motor a la balandra para el verano siguiente, junto con una hélice y un timón elemental. Desde ese momento, comenzamos a realizar pequeños paseos por el río, que se fueron extendiendo, hasta que llegamos a la desembocadura. Navegábamos lentamente sometidos al monótono ritmo del motor de única marcha. La vegetación de la costa se deslizaba alrededor nuestro dándonos el tiempo para apreciarla en sus mínimos detalles. Los sirirís se zambullían casi sobre la borda para salir airosos con un pez en el pico. Las cabecitas de las tortugas flotaban indiferentes a nuestra presencia.
A medida que detectaba las necesidades, mi padre le agregaba cosas a la balandra. Un ancla, una pequeña estructura con una lona para cubrirnos del sol, un tanque de doscientos litros para guardar el combustible. Nunca se preocupó por pintarla, o colocarle asientos, ni alguna otra comodidad. Teníamos que cargar sillas o cajones para sentarnos, llevábamos cacharros para el achique y una cámara de automóvil como único salvavidas y elemento de diversión.
La balandra amplió nuestro horizonte. Conocimos distintos recodos del río, pequeñas playas, hermosos atardeceres. Mi madre y mis hermanas sumaban viandas, bebidas y algunos elementos cotidianos tomados en préstamo de nuestra cocina, con el objeto de hacer las excursiones más agradables. También llevábamos un par de tachos con estiércol, que me tocaba procurar en el matadero vecino; con el humo combatíamos los mosquitos, que en algunos momentos se volvían insoportables.
A finales del segundo verano, mi padre dijo: “Nos vamos todos a Buenos Aires”. Buenos Aires era para nosotros el lugar de donde venían las mercaderías, las novedades, las revistas de historietas y a donde se iban los más grandes a estudiar, donde había radios, cines, televisión. De esto último sólo teníamos vagas noticias, porque a nuestro pueblo no llegaba la señal. Ninguno de nosotros había conocido Buenos Aires, ninguno había siquiera viajado a ningún lugar. Sólo mi padre conocía esa ciudad, donde vivió algunos años en su juventud, y otro sitio sobre el que nunca hablamos, ni llegaríamos a hacerlo, llamado Dresden, donde él había nacido, desde donde, en los primeros años de casado, llegaron algunas cartas que curiosamente mi madre guardaba y que nadie, excepto mi padre, supo nunca leer.
Recién al día siguiente de que nos hubiera hablado de ir a Buenos Aires, me di cuenta de que iba a llevarnos a todos en la balandra. A esa edad, Buenos Aires quedaba hacia el oeste y se llegaba por carretera. No fue sino hasta después de ese viaje que comprendí que la ciudad se hallaba al sur, y que también se podía llegar navegando.
El cielo claro con algunas nubes rosas anticipaba la salida del sol cuando bajamos en una fila sinuosa por el medio del empedrado rumbo al puerto. Así empezó nuestro viaje. Luis, que por ser el más grande oficiaba de segundo, levantó el ancla. El motorcito tosió un par de veces y lanzó una bocanada de humo por el caño de escape rudimentario que mi padre le había hecho soldar a modo de chimenea. El sol del mediodía nos encontró a medio camino entre el puerto y la desembocadura. Mamá hizo la primera distribución de comida y nos dio a entender que, de allí en adelante, todo estaría racionado, que tendríamos que hacerlo durar.
Cuando llegamos a La Boca, tuvimos el primer problema. El destacamento de prefectura nos obligó a desembarcar. Papá no había tenido en cuenta que la balandra no tenía registro, ni él, carnet de timonel. La embarcación no reunía, por otra parte, ninguna de las medidas de seguridad exigidas en un área de frontera, ni llevábamos siquiera nuestros documentos. A duras penas conseguimos que no retuvieran la embarcación y que nos permitieran desembarcar en la costa de enfrente para hacer un efímero campamento que debía durar hasta el día siguiente. El viaje había concluido apenas empezado, deberíamos pasar la tarde y la noche en un lugar inhóspito por todo consuelo. A regañadientes comenzamos a bajar las cosas sobre un pequeño descampado. Luis insistió un par de veces con que volviéramos, o que por lo menos buscáramos un lugar mejor, pero mi padre se mantuvo firme. Esa tarde ni las porciones generosas de torta ni los pastelitos atemperaron nuestra amargura. La cena consistió en unos sándwiches de carne fría. Papá no nos dejó bajar el toldo, cosa que hacíamos cuando nos quedábamos a dormir. Insistió con que cargáramos todo apenas anocheció. Después apagó el fuego. Los mosquitos se ensañaron con nosotros, pero él se mantuvo intransigente, no habría más fuego. Como a las dos de la mañana, en el más absoluto silencio, nos embarcamos. Mi madre quedó al timón, mientras Luis y mi padre remaban. La balandra se fue deslizando hasta superar la desembocadura, oculta por las sombras de la noche, acompañada del chapoteo de los remos. Cuando amaneció estábamos flotando a la deriva en el Uruguay. Recién en ese momento mi padre encendió el motor. No creo haber sentido tanta alegría en mi vida.
El río Uruguay bajaba ancho, lento, amarronado. Navegábamos lejos de la costa para evitar los bancos de arena. Yo hacía binoculares con las manos y recorría los detalles de las barrancas de la costa uruguaya y los montes salvajes de la costa argentina, dos conceptos que mi padre se ocupó de enseñarnos, como si este conocimiento midiera la importancia de la travesía. Un barco maderero surgió detrás de nosotros en el horizonte como una cascarita contra el reflejo del sol que lentamente fue creciendo hasta superarnos, no sin antes emitir, como saludo, un sirenazo. La balandra siguió su curso. Unos kilómetros más adelante, pasó casi rozando el casco invertido de la draga hundida que sobresalía del agua como una ballena encallada (esa hubiese sido la comparación si en ese momento hubiera sabido cómo lucía una ballena).
Atracamos en las pesquerías. Plural, para un singular y extenso arenal por donde los carros entraban al río a recoger peces con redes. El olor al pescado hervido, podrido y grasiento llenaba el aire a kilómetros a la redonda, pero mi padre decidió que era buen momento para que las mujeres hicieran sus necesidades. Después nos quedamos algunas horas para comer y disfrutar del agua tibia y de la playa que no se acababa nunca. No pensamos –no pensó mi padre, quien nada sabía de estas cosas– que el río estaba bajando. Cuando decidimos partir, encontramos la balandra apoyada irremisiblemente sobre la arena. Fue inútil que tratáramos de aliviar la carga metiéndonos todos en el agua, que nos llegaba a los tobillos, para empujarla. Esa noche nos quedamos a dormir en la playa, acosados por una nube de mosquitos y tábanos que no respetaban las fogatas de estiércol. Al amanecer buscamos la única ayuda que podíamos conseguir: caminamos una hora sobre la playa hasta donde estaban los carros con las varas enterradas en la arena. No había caballos ni pescadores, la bajante los había alejado. Tuvimos que seguir hasta la “cocina”, unos enormes tachos a la intemperie donde se hervía el pescado, materia genérica que terminaba en harina. Los paisanos nos recibieron más amables que sorprendidos, como si lo que el río les llevara o les trajera careciera de importancia. Sólo nos dieron agua (mamá no había calculado lo suficiente) en una enorme damajuana sin manija, que mi padre y Luis se turnaron para traer al campamento. Hombres entendidos prometieron que el viento cambiaría para la tarde, como efectivamente ocurrió.
La sudestada fue cosa seria. El viento frío del sur empezó a correr. Primero el cuerpo se nos alivió de la tensión y el calor, después la piel se erizó, y nos dimos cuenta de que no teníamos abrigo. La balandra flotaba sobre las olas cada vez más altas y el motorcito no lograba sostener el rumbo. Aunque habíamos bajado el toldo y lo pusimos sobre cubierta como una frazada, el viento nos empujaba, haciéndonos retroceder. O eso supimos después, porque no veíamos la costa por la lluvia y los nubarrones que oscurecían el cielo. Yo no podía dejar de pensar en la draga hundida. Laura y Amanda lloraban pese al consuelo de mi madre. Los varones nos aguantábamos, pero hubiéramos llorado también, de no haber estado ocupados en sacar agua por la borda. El rostro de mi padre estaba duro, firme, dispuesto a hacer todo, lo que no era mucho, por sobrevivir; jamás se entregaría. La lluvia complicaba cada vez más la situación, el agua entraba a la balandra a pesar de nuestros esfuerzos, y tanta entró que terminó por ahogar el motor, dejándonos a la deriva.
Un golpe fuerte nos indicó que la balandra había dado con la costa. Otra vez encallaba, estábamos salvados. Mi padre ordenó la evacuación y, cuando estuvimos en tierra al reparo de unos ñandubays, volvió hasta la embarcación luchando contra la corriente, con el agua hasta la cintura. La rescató y la ató a un árbol. Pasamos el resto de la noche apretados, dándonos calor con nuestros cuerpos, cubriéndonos con el toldo como si fuera una gran frazada.
El cielo seguía encapotado, pero ya no llovía. El frío se fue atemperando durante la mañana. Con algunas ramas que recogimos de la playa, rociándolas con nafta, encendimos un fuego maravilloso que le permitió a mi madre preparar mate cocido. No había pan, el agua lo había arruinado todo, pero teníamos azúcar, de modo que lo endulzamos hasta el hartazgo. Todos queríamos volver, pero sólo mi madre se animó a decirlo, agradecida a Dios por que no hubiésemos muerto. Mi padre permaneció callado. Mientras a nosotros nos invadía esa incierta alegría de permanecer vivos, él parecía sentir la tristeza del fracaso. Se alejó hasta el bote. Un rato más tarde, por indicación de mi madre, le acerqué un jarro de mate cocido. Lo agarró sin mirarme y comenzó a tomarlo a sorbos. Toda su atención estaba puesta en la balandra. Me senté a su lado. Él seguía igual. “Vamos a poder volver”, dije sin pensarlo, ya que eso no me preocupaba. Giró la cara hacia mí y contestó: “Tengo que arreglar el motor”. El tono fue seco, abrumador; hubiera deseado no preguntar.
El resto del día se perdió en inútiles intentos de poner en marcha el motor. Mamá armó una comida a base de arroz y algunas latas de conserva, que eran nuestras reservas más preciadas. Como nunca, lamenté que tuviésemos una olla tan pequeña. Después de comer, con mis hermanas nos internamos en el monte, Luis tuvo que quedarse para ayudar a papá. Caminamos en zigzag entre los matorrales espinosos, la marcha era lenta y silenciosa. Ellas me seguían a la espera de que les mostrara algo interesante, pero nada parecía sorprendente en ese verdor asfixiante. Hasta que encontramos una planta de tunas. Los frutos rojizos estaban allí listos para ser comidos, custodiados por cientos de espinas. Con máxima precaución, usando un pequeño cortaplumas que llevaba, inicié la cosecha. Ellas acumulaban los higos de tuna en sus remeras y me pedían golosas, “ésa, ésa”. Nos comimos algunos sentados en el suelo. Llevamos el resto a los demás. Mi madre se preocupó cuando llegamos. “¿No se habrán pinchado con las tunas?”. Mentí que no. Tenía varios pinchazos en las manos. “La pinchadura de tuna trae tétanos”, dijo mamá. Todavía nadie me había enseñado que el tétanos era mortal. Pensaba que la muerte por enfermedad era cosa de grandes, casi de viejos, por eso me callé, y tuve suerte, porque no todas las tunas provocan el tétanos.
Comenzaba la noche cuando cargamos todo en la balandra y partimos de regreso. El viento había cambiado, otra vez soplaba del norte, nuestro barco apenas avanzaba con la corriente en contra. Casi no habíamos dormido la noche anterior, estábamos todos agotados, incluida mi madre. Pronto nos entregamos al sueño y pudimos olvidar así el dolor de las tripas vacías. Mi padre quedó al timón. Solo, mirando el cielo despejado, venciendo el sueño y el fracaso.
Cuando despertamos estábamos otra vez en el medio del río, las pesquerías habían quedado atrás. Sobre la costa uruguaya veíamos una ciudad que mi padre dijo se llamaba Nueva Palmira. Del lado argentino todo era monte cerrado. En el transcurso de la noche había torcido el rumbo una vez más y, con ayuda de la corriente, avanzado hacia el sur lo bastante para que resultara más conveniente seguir que volver. Nunca vi tan enojada a mi madre, sólo la inapelable circunstancia de que el combustible que nos quedaba no permitía el retorno inmediato evitó que nos obligara a volver. Por lo menos deberíamos llegar hasta Paranacito para cargar combustible y provisiones. De mantener el rumbo, esto ocurriría más o menos al mediodía. Pero también entonces la balandra decidió sobre nuestro destino. Un rato después comenzó a toser. Nunca lo hacía cuando estaba en marcha, sólo al comienzo. Que tosiera de esa manera significaba, según mi padre, que todavía quedaba agua en el tanque.
Nuevamente atracamos. Los hombres se ocuparon del motor, mientras los demás lo abandonamos en procura de sombra y de evacuar, según el caso, alguna necesidad. El bosque en este sector era más alto, más umbrío. Mi madre nos acompañó en el recorrido. Desde lo de las tunas, no estaba dispuesta a dejarnos solos. No había tunas, sí algunos frutos de ubajay que resultaron muy sabrosos, pero no nos quitaron el hambre. Caminamos por una especie de sendero que nos llevó a un arroyito, el piso estaba lleno de bolitas, era caca de carpincho. Cuando llegamos a la orilla vimos a los carpinchos husmeando. Nos paralizamos con esa presencia, que sólo duró unos momentos, hasta que nos olieron y se metieron en el monte. Laura y Amanda quedaron enternecidas con las pequeñas crías. Hicimos otros descubrimientos: un camoatí sobre la horqueta de un árbol nos convocó al pie. Mirábamos un enorme nido de avispas, hecho de barro macizo, cuando descubrí huesos que sobresalían de un atado de ramas y cueros podridos. Mi madre nos explicó que era un cementerio indio. Lo dijo a pesar de que sólo encontramos ese grupo de huesos sobre una viejísima tala. Mamá no supo explicar qué había pasado con los indígenas. Mientras yo me sorprendía de que en nuestra provincia hubiera habido indios, alguna vez, como los que leía en las historietas. Nos alejamos en un silencio casi reverencial, sólo alterado por un griterío de loros en algún lugar del bosque.
El Paranacito era bastante ancho, y tuvimos que navegar algunos kilómetros hasta llegar al pueblo. No navegamos solos, varias embarcaciones nos cruzaron en ambos sentidos, entre ellas una lancha almacén que nos proveyó de alimentos y bebidas. El precio que mi padre pagó por ellas fue el de la necesidad, y esta vez sí, mi madre arrancó con una catarata de reproches. La provisión incluyó una buena cantidad de golosinas que liquidamos, entre galletas, fiambres y fruta, como si nada alcanzara a compensar las privaciones sufridas.
Pocas casas, casi todas sobre pilotes, rodeaban el puerto. Era pequeño, pero lleno de vida. Las embarcaciones iban y venían por los arroyos y atajos. Había lanchas almacén, pequeños barcos fruteros, madereros, embarcaciones de tramperos, lanchas de pasajeros; todo flotaba desde o hacia alguna parte. Bajamos a caminar mientras mi padre hacía llenar el tambor de reserva con gasoil. Desde la explanada del puerto veíamos el destacamento de prefectura, para nada ocupados en controlar aquel tráfico caótico que incluía embarcaciones precarias como la nuestra, y sí muy entretenidos en arrojar baldes de agua sobre las pasajeras de alguna lancha de turistas, que devolvían el juego de carnaval.
El ánimo de mi madre había cambiado. Papá logró convencerla de que pasáramos la noche en Zárate, que al día siguiente estaríamos en el Tigre, y de allí en micro a Buenos Aires. Por primera vez supe que no llegaríamos con la balandra a esa ciudad. Aún restaba camino por hacer. Salimos casi a la caída del sol y la noche la pasamos navegando. Clareaba cuando vimos a lo lejos el puerto de Zárate, que mi padre eludió, dirigiéndose hacia el Tigre. Estábamos sobre el Paraná de las Palmas. A mí me daba lo mismo, todo era un solo río inmenso que nos llevaba sobre aguas marrones hacia Buenos Aires. Pasamos otra ciudad, que podría haber sido Campana, y el río era cada vez más ancho y vigoroso, buques enormes nos cruzaban, debíamos achicar constantemente por el oleaje, pero ya éramos duchos marineros y nadie, incluidas las mujeres, se preocupaba por tan poca cosa.
Cuando entramos por un arroyo cuyo nombre no recuerdo, comenzó el Tigre. Cruzamos casas fundadas sobre palafitos, embarcaderos de madera y todo tipo de embarcación. Durante largos trechos viajamos en solitario entre islas que parecían abandonadas. Fue en uno de esos trechos que encontramos una canoa con un hombre que la impulsaba con un solo brazo, llevaba el otro envuelto en trapos manchados con sangre. Mi padre no dudó en auxiliarlo. El hombre pidió que lo dejaran en su bote, sólo agradeció que lo remolcáramos hasta el puerto del Tigre. Vivía solo, se había herido una mano con la sierra y se dirigía al hospital. Veinte años después lo volví a encontrar. Le faltaban cuatro dedos de la mano izquierda. El cirujano completó la obra de la sierra. No me pareció que el accidente hubiera influido demasiado en su vida. Seguía viviendo solo y cultivando naranjas.
Llegamos al puerto de frutos. Era día de feria, los productos de las islas se vendían sobre la explanada del puerto. La balandra quedó atada a buena distancia por la cantidad de embarcaciones. Los hombres ayudaron al herido a trasladarse al hospital, nosotros quedamos vagando en compañía de mamá.
Nunca llegamos a Buenos Aires. Mi padre había calculado mal el dinero de que disponía, o quizás perdió algo en algún momento, o no pensaba llegar hasta allí. Lo cierto es que nos llevó a comer a un restaurante cerca del puerto, nos compró chucherías a todos, y a mi madre le regaló una cartera de cuero.
Pasamos la noche en la explanada. Dormitamos de a ratos, conversamos, nadie pareció lamentar no haber llegado. En un momento me senté junto a papá. Hablamos de nada, o tal vez de todo, fue la única vez que conversamos. Luego él se tiró sobre el cemento y mirando al cielo dijo, “Está hecho”, y se durmió.
Del viaje de vuelta no recuerdo nada que merezca ser contado. Al llegar, mi padre atracó la balandra junto al mismo sauce donde la habíamos visto siempre. Poco a poco le fuimos retirando los aditamentos y agregados, nunca volvimos a navegar. Para cuando cumplí los dieciocho, estaba en el mismo estado que cuando se la había comprado al vasco Urreta. El viaje no fue tema de conversación en nuestra familia; por el motivo que fuera, cada cual lo olvidó. Mi padre murió veinte años después mientras dormía.
El cuento “La balandra” también está disponible para escuchar y descargar en PDF en la página web de Carlos Costa: costacarlos.com.ar