Editorial La balandra Nro. 8

Las dudas y la decepción cuando la propia obra no ha sido elegida, o la idealización y la euforia cuando la fortuna la ha marcado, parecen ser las únicas, extremas respuestas de los autores principiantes para un acontecimiento frecuente del mundo literario. Los concursos son vividos más como un examen que como lo que son: un conjunto de reglas y posteriores lecturas dentro de las que un puñado de subjetividades deciden quién se llevará el mérito. Y esos tres, cinco, siete jurados –calificados o no, presionados o no, honestos o no– estarán siempre atravesados por la intervención del azar, qué duda cabe. Porque incluso cuando la capacidad y probidad absoluta sean la marca de un jurado, ¿quién garantiza su imparcialidad en la lectura? No hay escáner que pueda determinar que la obra elegida y no alguna otra que se perdió en el descarte era la que realmente merecía el premio. Ya que no todos los días alguien puede leer con el mismo grado de objetividad, ni siquiera puede hacerse esto frente a la propia obra, menos podrá lograrse con la ajena. O incluso, habiendo arribado a la instancia final, cuando llega el momento de acordar un premio entre las varias preferencias de los integrantes de un jurado –cuando no hay unanimidad de criterio–, son tantos los avatares que influyen en la elección definitiva, tanto el desgaste que puede exigir una defensa, que el resultado puede ser frustrante para al menos uno de ellos, o para todos los que intervengan. Porque la diplomacia no es una actividad que se requiera para la práctica de la escritura. Y los jurados son, en su mayoría, escritores. Cómo defender una lectura entusiasta de las lecturas entusiastas de los otros colegas. No es tarea fácil, y mucho menos, posible sin que alguno pierda su apuesta. Tan arbitraria como real, así es la sentencia que pone título de premio a una obra, incluso en un concurso de probada transparencia. Para poder mostrar, entonces, algo más de la verdad que involucra a cualquier premio literario, y nivelar, quizá, las expectativas sobre ellos, es que hemos dedicado todo este número especial a los concursos. Esperamos ayudar así a todos los lectores en la comprensión de este sencillo axioma: si los concursos se ganan, a escribir y tener fe en nuestra obra; si se pierden, a escribir y tener fe en nuestra obra. No son el único camino para llegar al público, da prueba de esta afirmación el magnífico dossier de narrativa extranjera que hoy presentamos en exclusiva, las narraciones de tres autoras del Caribe a las que hemos accedido sin la mediación de algún premio reciente que les haya dado aquí prensa o divulgación. ¿O acaso no fue ese, siempre, el modo más natural por el que accedimos a la mayoría de los autores que nos han deslumbrado? La búsqueda singular de los lectores, su recomendación “boca a boca” a veces son el mejor premio para una obra literaria. A disfrutar, entonces, y seguir escribiendo. Los concursos seguirán siendo motivos para celebrar o ignorar, sin creérsela.

Alejandra Laurencich