Fragmento · Quiasma

Novela inédita

Quiasma corresponde a uno de los tres libros que componen la novela. El protagonista de esta historia es un bibliotecario/escritor que trabaja por la tarde en una cárcel de máxima seguridad y queda atrapado, junto a otros civiles, en un motín que se extenderá por demasiado tiempo. Aquí, parte del diario que lleva mientras corrige el brillante manuscrito que le confía un preso.

Por Pablo Yoiris

 

10 de febrero

Llevo trece días atrapado en esta cárcel. Sé que no es lo más relevante, pero comenzaré por el final, o sea, por cómo es que pude encender nuevamente la computadora de la biblioteca. O menos importante aún, contaré, para empezar, qué es lo que me encontré al revisar el final de mi archivo. Ya había perdido de vista la situación: dejé a mi protagonista, Parisi, tendido, desmayado, con unos personajes inconsistentes rodeándolo y meditando sobre qué hacer con él. Para no enloquecer, he decidido que lo mejor será continuar, abstraerme en este desquicio que fui construyendo pese a toda la mala suerte del mundo junta cayendo sobre mi cabeza.

Estadísticamente, las posibilidades de quedar atrapado en un motín, como un genuino rehén, más aun si se trata de una cárcel de máxima seguridad, son pocas. Muy pocas. Somos los desafortunados detentores de este récord: un cura, un médico, una asistente social y yo, el bibliotecario, o profe, como me llaman algunos. Además hay seis policías. Ahora son seis, al principio eran nueve. Estamos todos en el sector de Educación, adonde están las aulas, la biblioteca, la secretaría, un par de baños, una cocinita, un taller de carpintería, equipado con herramientas y materiales, todos filosos, todos cortantes. Además hay elementos inflamables, pegamento y madera.

Y hay también un taller de cerámica. Y como en todo taller de cerámica no puede faltar, claro, cómo podría ser de otra manera, un horno de alta temperatura.

Por último está la sala de música, lugar excelente para las reuniones nocturnas. Todo esto forma un conglomerado de ambientes que, vistos desde arriba, tienen la forma una herradura; y si la vista se elevara un poco más también podría apreciarse que la misma está ubicada en el corazón de la cárcel, un cuadrado perfecto de cien metros por lado, circundado, de noche, por los destellos azules del cerco de patrulleros.

Me pondré a trabajar, ahora que tengo el tiempo y el lugar. También quiero dejar asentado algo que me causó asombro desde el comienzo. Acá, por sobre todas las cosas, soy el bibliotecario. Lo dejaron en claro desde el principio con un sencillo acto: están leyendo más. He asesorado y recomendado libros en estos días como nunca, lo cual me hace sentir útil, aunque no imprescindible.

 

11 de febrero

Tal como me temía, y aunque me aseguraron que no había problema, las condiciones para ponerme a escribir no son de lo más estables. Ayer me disponía a soltar la mano, contar cómo se desencadenaron los hechos desde el 28 de enero hasta la fecha, pero de un momento a otro de oyeron detonaciones, rumores, la gente se exaltó. Entonces, creo, es mejor colaborar y estar atento. Ayudar si es necesario. No hay que olvidar que para no poner en riesgo la vida es importante, digo más, fundamental, ser solícito y ayudar en lo que se pueda.

Pero hoy todo volvió a la tranquilidad. Trataré de ordenarme. Estoy secuestrado desde hace catorce días. Todo comenzó con una discusión entre El Oso, que es uno de los alumnos de primaria, un tucumano que está preso por el homicidio de un policía, y uno de los guardias. Según me he enterado, El Oso es el que mandaba en su pabellón, el seis, uno de los más conflictivos. Él, ahora, comanda el motín, y lo hace con una autoridad que parece conferida por el reglamento del fútbol más barrial que pueda existir: “Si a mí me bajan en el área, yo pateo el penal”.

Como decía, se pusieron a discutir en el pasillo, antes de entrar al sector de Educación. Parece que no querían dejarlo pasar, aunque la orden llegó a último momento, cuando El Oso ya estaba por trasponer la puerta. Son de hacer esas bromas, que ni macabras merecen ser llamadas, pero ese día se equivocaron porque El Oso parece que tenía encima una dosis importante de alguna cosa, no importa qué. Como es muy fuerte, no le costó agarrar del cuello al guardia, arrojarlo escaleras abajo hacia el patio, que es un pasillo embaldosado, al aire libre, rodeado por las aulas, oficinas y talleres que ya comenté. Tirar al piso a un policía es lo mismo que tirar una moneda al aire. Por casos como éste, suele recurrirse a la frase, no por trillada menos cierta: la suerte está echada. Y lo que pasó fue que la moneda cayó de la cara buena para El Oso. Era una veintena de compañeros ahí, cerca, tan cerca, que tardaron en leer la situación menos tiempo que lo que tarda el trueno en suceder al relámpago. Veinte tipos que intuyeron el punto de no retorno, y que tomaron la decisión de apoyar al gigante y meterse con él, a la carrera, dentro de la oficina, donde quedaron atrapados tres policías más, como las piezas de una hilera de dominós que van cayendo una sobre otra.

Todo esto sería así si lo contáramos de una manera lineal e ingenua. Los días se encargaron de demostrar que estaba planificado de antemano, porque de otra forma no se explica cómo es que también cayeron, el mismo día, a la misma hora pero en distintos sectores de la cárcel, el cura, el médico y la asistente social.

Fue así. Simultáneamente a esto que acabo de contar ocurrieron los otros tres episodios, en secciones adyacentes al servicio de Educación. La enfermería, los consultorios y la capilla. Pongamos que lo de El Oso se gestó a las quince. A las quince, en la enfermería, el médico revisaba a un paciente ocasional, El Leche, aparentemente aquejado por un tremendo dolor abdominal. A un costado montaban guarida dos somnolientos funcionarios del orden. Un minuto después, El Leche tenía atrapado por la espalda al médico y le indicaba a sus captores que caminaran por delante de él, rumbo a Educación.

A las quince, también, a pocos metros, otro preso, El Judas, hablaba con mucha soltura con Laura, la asistente social asalariada del Ministerio de Salud. La secuencia fue la misma. En una fracción de segundo la tenía dominada por el cuello y le indicaba al único guardia, con demasiada tranquilidad, presionando con una birome sobre la tráquea de la asistente social, que los acompañara, siempre por delante, hasta donde estaban las aulas. Llegaron a ver cómo entraba, antes que ellos, El Keche, con sus tres prisioneros.

A la misma hora, el cura fue sorprendido antes de dar su absolución, candelabro de bronce en cuello y dos guardias con taquicardia abrieron paso a la sacra comitiva hasta llegar acá. Fueron los últimos en pasar por esa puerta. Hoy no tenemos otra alternativa que salir con alitas: veinte presos, cuatro civiles, nueve policías. Tres de ellos, hoy finados. Catorce días.

Pablo Yoiris

(Narrador argentino, 1972)

Escritor y docente radicado en la Patagonia. Su novela Los buscamuertes (La Letra Eme, 2014) ha recibido el primer premio de novela del Fondo Editorial Neuquino y es finalista del premio BAN! – Películas de Novela 2014. Obtuvo mención especial en el Premio Planeta Digital 2012 por el cuento “Lamm” (Ed. Booket) y en el Premio Itaú de cuento digital 2013 con el relato “Utilidad de los laberintos” (publicado en la antología “Mate”, Fundación Itaú/Grupo Alejandría).