Mario Muchnik o la insolencia del náufrago

Homenaje a Mario Muchnik especialmente realizado por la escritora e investigadora española Violeta Serrano para La balandra

Satisfecho y orgulloso son circunstanciales escasos. Tirado en la calle de su oficio, instaurado en toda la ruina que permite la civilización europea se pregunta que a quién le importa, si él es uno de esos locos diáfanos que aman la literatura sobre todas las cosas. Apasionadamente se entregó a ella, a todo lo que da y lo que te roba. Los monstruos de los que escriben, sus risas, sus caídas, sus fatalidades, sus títulos, sus dichas eran el pan de cada día de sus preocupaciones. Muchnik se ocupó hasta de los nombres de algunos libros de Cortázar y también estuvo ahí como anfitrión, sin saber que el gigante ya estaba enfermo, en su último verano en la tierra, en este lado de acá, en el del abismo que se asomaba a un molino de Segovia en el 83. Él, junto con Porrúa, fue editor admirado y respetado por el altísimo, a pesar de que le sacara más de veinte años, cantidades que, entre argentinos, ya se sabe, no son nada.

Ni hablar del Nobel Canetti, de Sontag y de tantos otros que Mario conoció y compartió. Paso por alto las sobremesas con Borges o Sábato. El caso es que ahora, a estas alturas del partido, ¿qué le pasa a Mario, qué le ocurre a Muchnik? Le sucede que sólo le cabe rencor para quien despidió a su padre y publica su último libro de memorias en el Aleph, editorial que en otro tiempo llevó su propio nombre cuando la fundó con éste en la Barcelona del 73. Carambolas de la vida, de los sueños, del directo del tiempo, de la velocidad de las cosas y de la ausencia de eternidades. Ajuste de cuentos, quinto tomo de sus memorias que hoy edita un sello de Planeta, arranca en el Buenos Aires inmediatamente anterior a Perón, en la mirada de adolescente porteño que era Muchnik entonces, en el lugar del que Mario se fue y al que no tiene intención de volver. Jugada de memoria traviesa y en un punto nostálgica, porque no es que no le gratifiquen sus gentes, es que la vida acá, después de haber partido hacia allá, no le sirve. En eso también se parece a Cortázar.

Europa le acogió, como a Julio, y le dio profesión y le dio amor. Nicole, a quien conoció en una Italia a la que se fue tras haberse enamorado de la Hepburn por aquel film Vacaciones en Roma, sigue siendo su compañera de años y eso, aunque Muchnik no tenga salario hoy, permite que su risa caiga de frente, como una losa de ruido y esperanza. Dice el que fuera físico, pues se licenció en la Universidad de Columbia de Nueva York en 1953 y se doctoró en la Degli Studi de Roma cuatro años más tarde, que las editoriales ya no son lo que eran. Parece ser que la mayoría han vendido su culo al mejor postor. Suele estar en manos de un contable aquello de quién será publicado y quién pasará al silencio de las teclas contra la pantalla. De las correspondencias creadoras entre autor y editor queda poco y nada. Y esto, sin duda, es un lamento. Sabe Muchnik, además, que la censura parte a veces de quien larga la pluma, que hay autores que escriben en función de lo que venga después. No lo juzga. Pero lo sabe. Y otorga culpas a esos anticipos estratosféricos que corroen cualquier entraña. Codicia es nombre de trampa.

Más allá del oficio, Muchnik es consciente por experiencia de años, de vidas, de dobleces, que hay una línea de sombra que nos catapulta para siempre al lado opuesto de la inocencia. Rescata a Conrad y piensa que lo que pasó exactamente fue que él, un día, descubrió algo. Ese algo no era tan sólo una alegría suya, un saber que se es capaz de comprender un enigma que hacía un segundo no se entendía. No. Lo malo de esa celebración íntima era que traía consigo una constatación muy puta: darse cuenta de que las preguntas propias se convierten en un boomerang, que entonces ya no hay manos que sofoquen la ansiedad porque las habituales no tienen más todas las respuestas. Que los viejos, por humanos, ya no pueden dar su parte.

Y Muchnik, el editor más despedido de Europa, no es ni más ni menos que eso, un joven que se hizo adulto, un enorme chiquito, un talentoso diezmado, un editor que amamos por haberse mojado las manos, los pies y la garganta en su tarea de hacernos llegar joyas. Y él, ínfimo, se dice poca cosa, tan sólo un hombre que un día cayó en la cuenta de serlo y que, aún así, no perdona una carcajada insolente. Que no te la dibujes en la boca, me refiero, porque a pesar del naufragio, quede claro, a la risa no hay que cortarla.