Nuevos Poetas · Gonzalo Unamuno
36
Esa mañana
también me desperté sin ganas de hacerlo,
como todas las inmediatamente anteriores,
no sé bien por qué.
Pero lo hice, no pudiendo elegir.
Era el insomnio supongo,
pero muy probablemente otra cosa,
esa cosa que lo provocaba.
Salí de casa oliendo mal,
generalizadamente.
Tenía el pelo duro y graso,
como encerado,
y tanto mi pantalón
como mi camisa blanca arrugada,
olían a humedad.
Iba hinchado
por la sucesión de asados por las noches
y de abultados platos de pasta
durante los almuerzos.
Iba denso por la falta de ejercicio y cargado,
opacado, por el tabaquismo maquinal y diario.
Iba pálido, sin sol. Pero iba.
Los días entonces
parecían querer imitarse los unos a los otros
con cómplice cinismo.
Llegaba a las diez de la mañana
hasta la puerta donde fumaba el primer cigarrillo
a la vez que me mentalizaba
para tolerar la crónica enferma de lo periódico.
Una vez arriba, octavo piso,
me encontraba con la mujer
que siempre hacía el mismo comentario.
Vos no dormiste, me decía.
Y yo, para qué ocultarlo.
Sin contestar, preparaba café
y acercaba los diarios a mi escritorio.
Los teléfonos sonaban, incesantes.
Los ventanales daban al obelisco
como en el arquetipo de la postal porteña.
El tránsito proseguía su hartante historia.
El personal actuaba en concordancia a su mala paga.
Alguien se quejaba o reía falsamente,
otros, hacían más de lo posible.
Todo era el conflicto permanente,
la desazón perpetua.
La vida de esos días
abrumaba los días de la mía.
La poesía resistía desde un lugar con tu nombre.
66
El vaso largo,
único de su camada que sobrevivió
y que ahora
las diminutas moscas de la mañana circundan,
está sobre la mesada de la cocina
con un resto de pulpa de naranja en su fondo,
señal inequívoca de que mi mujer ya desayunó
y salió rumbo al trabajo.
Con yerba húmeda hasta el tope,
el porongo del mate está algo tibio,
lo que llevaría a un avezado detective,
tanto como a mí,
a inducir que no partió hace mucho.
Por acto reflejo,
como si todavía pudiese alcanzarla de una corrida,
voy a pegar una revisada a la escalera
por la que acabo de bajar.
Tal vez lo haya pasado por alto, me esperanzo.
Pero no.
No me dejó ni un centavo.
A veces se olvida
o tal vez haya perdido la costumbre,
pero no puedo reprocharle nada.
La cafetera
por suerte contiene el suficiente café
como para uno doble,
lo que me tranquiliza,
porque es mi único desayuno.
Busco el azúcar mecánicamente
y pongo el café a calentar.
Mi pene, semi erecto, cercado por el slip,
parece haber soñado de forma independiente
aventuras que yo no recuerdo
o que no quiso compartirme.
Lo rasco por hábito, con suavidad,
y se ablanda.
El día es aparentemente gris,
obviedad que advierto a través de la ventana.
El perro, probablemente triste,
duerme ladeado en el patio,
en el hondo rectángulo bajo la parrilla.
Imagino que así muere un perro que muere de sed,
pero al más mínimo sonido que alcanza su oído,
abre los ojos y hace bailar apenas la cola.
El diario está abierto y desordenado
sobre el sofá del living principal,
lo que aumenta su ya de por sí natural incomodidad.
Leo los titulares casi a la par
de los sorbos que doy al café
buscando dar con uno
que concite mi atención. Pero nada.
En cambio,
me detengo en una noticia tétrica
pero de estilo habitual.
Un joven de quince años asesinó a otro,
de quince también,
de dos certeras puñaladas en el corazón.
Según dice el diario
que dijeron los vecinos de la zona,
la tragedia se desencadenó
por un problema de polleras.
-¿Ya a los quince?-
No explican más que eso
y tampoco hay mucho más que explicar.
Todo se fue al carajo, pienso.
La televisión, por más que me cueste,
necesito encenderla.
Por más que lo sepa, es útil hacerlo;
es la demostración verdadera
de que hay cosas que están sucediendo pese a mí
y que desconozco.
Y su ruido de fondo,
su cortina musical
y el timbre de voz de la morocha del noticiero,
tan temprano,
me quitan la sensación de soledad absoluta
y me aggiornan de que, efectivamente,
nada fue resuelto por nadie.
Como, salvo que mis órganos genitales apesten,
nunca me baño por las mañanas,
gano tiempo y me relajo
mientras me doy a la dura tarea de asentarme.
Ya en mi dormitorio
elijo lo que voy a vestir durante el día.
Un par de zapatos algo estropeados,
negros, una camisa blanca,
un pantalón de vestir y un saco sport.
Calzándome el pantalón
despido una flatulencia conmovedora,
que se repite intermitentemente
durante toda la subida,
como si tuviese un infrenable acceso de tos anal.
Al ver el contenido de mi billetera
recuerdo con cierta pena
lo que pensaba la noche de ayer.
Pensaba, entrada la tarde de hoy,
invitar a un amigo
a tomar unas cervezas por el centro,
pero no creo tener lo suficiente.
A decir verdad tengo,
pero bajo llave
y con la estricta promesa de no ser utilizado
más que para la compra lejana de mi primer auto.
Así que, mal que me pese,
no voy a hacer la invitación.
El baño es la parte más fría de mi casa.
Mi meo mañanero
suele ser de un intenso amarillo,
bien cargado, poderoso,
pero hoy no es así.
Es transparente, cristalino,
como si hubiese tomado litros de agua
o de Sprite,
o como si pudiese ser bebido
con dos cubos de hielo
y una rodaja de limón.
Al verlo golpear contra el agua del inodoro
me congratulo
y me alegro de pensar ridículamente
que todo está en orden adentro mío.
Inmediatamente después,
paso a la etapa final de la mañana en mi casa.
Enciendo el primer cigarrillo
y, siempre que lo hago,
pienso en uno que me dijo
que es altamente dañino fumar por las mañanas.
Para mí, es algo imposible de evitar.
El humo entreverado
en la superficie de mis pulmones,
la nicotina y el alquitrán adhiriéndose a sus paredes,
son quienes me indican
que un nuevo día me fue dado a vivir.
Busco mis llaves, el portafolio,
la agenda y el teléfono celular.
Calzo mi reloj en la muñeca izquierda.
Me cercioro de que todavía estoy a horario
y maquino con encontrar
un asiento vacío en el subte.
Me rocío muy por encima con desodorante.
Ya casi listo,
me cepillo los dientes,
me acomodo el pelo
y coqueteo un poco frente al espejo.
Llegando a la puerta de calle,
antes de introducir la llave y abrir la puerta,
hago lo que siempre;
Me pregunto qué es lo que mierda
vine a hacer al mundo.
(Estos poemas pertenecen al libro Distancia que nadie ocupará, Ediciones del Dock, 2011)