Sobre la literatura eslovena

Es mucho más frecuente de lo que podríamos suponer que en una conversación en la que alguien menciona el nombre “Eslovenia” surja este enorme malentendido: el interlocutor piensa en las tierras bálticas pegadas a Rusia (Estonia-Lituania) o confunde Eslovenia con Eslovaquia, ubicando su geografía junto a alguna cortina política o geológica, los montes Cárpatos, Drácula y sus tinieblas. En caso de puntualizar sobre autores eslovenos, mucha gente desliza un nombre cotidiano en el ambiente psicoanalítico: el del filósofo Slavoj Žižek. Ahí se acaban las coordenadas.

Se asombra el interlocutor cuando se le comenta que el porteño Abasto, o el estadio de Boca Juniors (a la que además le dio el nombre de La Bombonera) han sido diseñados por un esloveno: Viktor Sulčič. Y se acentúa el asombro al escuchar que Eslovenia es un pequeño y bello país que linda con Italia y Austria, una nación que alberga desde playas de aguas transparentes hasta picos siempre nevados, que logró su independencia de Yugoslavia en el año 1991 y que su preciosa capital –Ljubljana– es una de las ciudades que mejor ha resistido los bombardeos de las guerras que surgieron o rozaron esa zona de Europa durante todo el último siglo, y por eso puede ostentar en sus calles (casi todas con nombres de poetas) construcciones tanto del Imperio Austrohúngaro como de la época romana. En los cafés a la orilla del río que la serpentea, la gente se sienta como en los de la vernácula Corrientes, a hablar de cine, literatura, política, a tomar cerveza en las noches de verano.

Los eslovenos leen a Borges, lo reverencian como a uno de los grandes de la literatura, elogian a Cortázar y a Sábato. Aleš Šteger, uno de sus formidables poetas contemporáneos, ha crecido leyendo a Olga Orozco y Alejandra Pizarnik. El mismo Šteger está convencido de que Buenos Aires y Ljubljana están conectadas por un “meridiano invisible”. Quizás esa sea la razón por la que frente a los textos eslovenos se percibe esa sintonía inexplicable, una similitud asombrosa entre su mirada sobre el mundo y la nuestra. Quizá sea la melancolía que se percibe en ellos, esa mirada de quien ha sido y ya no es, como dice el tango: el dolor de ya no ser. O, para ponerlo en términos positivos, de haber sido algo indefinido durante mucho tiempo, tal como nos viene sucediendo a los argentinos, que seguimos tironeados entre esa sensación de pertenencia absoluta a América Latina, pero con nuestros barcos enraizándonos en el viejo mundo europeo.

Claudio Magris, el multipremiado narrador italiano nacido en 1939 en Trieste –ciudad estrechamente ligada al territorio esloveno, tanto desde lo geográfico como desde lo cultural– ha definido ese particular y tan ambiguo sentimiento de ser y no ser, refiriéndose a su infancia, en su precioso libro Fra il Danubio e il mare. “Trieste era un lugar olvidado, una especie de cul de sac sobre el Adriático, nos sentíamos en la periferia de la historia y la vida, pero al mismo tiempo, esa periferia era el centro del mundo, por ser la línea de confrontación entre Oriente y Occidente. (…) era un mundo en el que no se sabía bien cuál iba a ser el futuro, cuál iba a ser la pertenencia nacional (lo que implicaba, en el momento de la Guerra Fría, la pertenencia a Occidente o al sistema comunista”. Pedimos prestada la exquisita descripción con la que Magris nos acerca ese sentimiento sobre su ciudad y la hacemos extensiva a la nación eslovena, viendo su territorio como el extremo distante y muy lejano de la Europa Occidental, a la vez que el portal de la Europa del Este. Ser y no ser, melancolía que conocemos bien y que puede palparse en los textos, increíblemente diversos y sin embargo homogéneos –en la potencia sin amaneramientos de sus historias, en el dibujo de sus personajes, y en ese ligero pesimismo– de estos tres narradores contemporáneos. Alojzija Sosič, Doctora de la Universidad de Ljubljana, ha escrito en su presentación del año 2006 sobre la prosa contemporánea eslovena y específicamente sobre los personajes de las novelas de los últimos quince años, algo que también puede hacernos sentir identificados: “sus protagonistas ya no se esfuerzan por reconstruir una identidad nacional, más bien están interesados en la construcción de una identidad personal”.

Aquí, entonces, tres autores destacados de la narrativa actual eslovena, inscriptos dentro de un grupo de talentosos que han sido ya traducidos al mundo: el estupendo Jani Virk, Drago Jančar, Aleš Čar, Alojz Ihan, Andrej Morovič, Maja Novak, Miha Mazzini, Andrej Skubic, Suzana Tratnik, Mojca Kumerdej, Eva Petric –que acaba de presentar su novela Una caja sin piel, flotando– y tantísimos otros que, con el ya admirado Boris Pahor (autor de Necrópolis, recientemente editada por Anagrama en español), sus ochenta y nueve años y su eterna recomendación al Nobel dan cuenta de una nación vigorosa desde el punto de vista de la narrativa actual. Ojalá que pronto alguno de estos excelentes narradores esté a nuestro alcance en las librerías.