Fragmento · Un muerto en el baúl
Novela inédita
Por Ariel Basile
Nos vimos por primera vez en un almuerzo familiar, lo que significaba, de alguna manera, el paso de ambas relaciones al terreno de lo formal. Además, ese fue el debut de los dos en las tertulias de los Stampone. Sin duda, las mellizas se habían puesto de acuerdo para que nuestra primera aparición pública coincidiera en tiempo y espacio. Así ninguna captaría la totalidad de la atención. Esa repartija, pensada para sí mismas, de rebote nos aliviaba a nosotros. Por cuestiones de orden de llegada nos sentamos enfrentados, en diagonal, en la larga mesa de Don Alessandro que albergó aquella vez, como tantas otras, a una veintena de personas entre hijos, nueras, yernos, nietos. El flamante novio de Fernanda era flacucho, un poco narigón, de estatura media, con el pelo lacio castaño oscuro cayéndole sobre la frente y que trataba de acomodar con la mano a cada rato. Vestía jean y remera blanca, atuendo sobrio pero a tono con lo que se usaba en esa fecha. Salvo por el vestuario y por el aplomo de su postura, costaba entender a simple vista cómo Fernanda se había enamorado de él. Llevó un vino tinto. Yo, nada.
Los padres de las chicas llegaron un poco más tarde, demorados en menesteres que trataron de justificar. De todas formas, los había conocido alguna vez en la puerta de su propia casa al ir a buscar a Lorena un sábado a la noche. La situación se replicaba en el caso de Walter. Por eso, nuestro suegro, Emilio, nos saludó sin demasiado protocolo y se confundió en seguida entre la parentela. Era obvio que prefería no intercambiar palabras con los novios de sus nenas. Resignado y con esos gestos nos marcaba la cancha: “Los acepto porque no tengo más remedio. No voy a ser amable pero podemos tener una convivencia pacífica. Aunque parezca que no estoy, sí estoy. Ojo”.
Don Stampone, el prócer y cabeza de las ramas vivas del árbol genealógico, nos había ignorado olímpicamente hasta que le preguntó a Walter: “¿Usted trajo ese vino?”. Contraído en su asiento, mi futuro cuñado le respondió con un tímido sí. “Es basura, está lleno de conservantes. Lléveselo”, le dijo el viejo, sin tutearlo, y se fue. Tuve ganas de solidarizarme con Walter pero creí prudente no emitir sonido. Al minuto el veterano reapareció con una botella de Seven Up desbordante de un líquido oscuro. La destapó y vertió en nuestros vasos lo que terminó siendo un vino de dudosa procedencia. Se quedó parado esperando que bebiéramos mientras el resto observaba ese circo, ya fuera de reojo o en forma abierta. Nosotros lo miramos a él, sin hacer otra cosa. Las hermanas habían enrojecido y hubiesen querido desaparecer de allí, como luego confesaron. “¿Y?”, nos apuró el viejo, impaciente. Entonces mandamos el contenido a bodega. Un alcohol caliente y áspero me raspó la garganta, fue quemando todo a su paso hasta llegar al estómago donde de a poco comenzó a apagarse. Respiré hondo y un dejo ácido me impregnó la nariz. Intuí una experiencia similar en Walter. En seguida, Don Stampone repitió: “¿Y?”. “Muy bueno”, le dije. “Excelente”, concedió Walter. “Lo hice yo mismo –proclamó el abuelo con el dedo en alto–; seleccioné cada uva, las pisé con mis propios pies, le separé los hollejos con mis manos, lo vi fermentar, lo embotellé y ahora lo serví”, y sin más se fue a sentar a la cabecera.
(…) Le pedí hielo a Lorena para aguar el tinto, se levantó y fue hasta el freezer. Para nuestra desgracia, el viejo lo había desconectado con el fin de comprimir sus gastos en la factura de luz. Mi novia volvió a la mesa con un sifón Drago, de esos cuyo contenido se gasificaba manualmente con una pequeña garrafa. Completé el vaso con soda y le pasé el recipiente metálico a Walter.
Las mujeres trajeron bandejas con jamón y queso cortados en cubo, rodajas de matambre y pan. Tomé un miñón, corté un trozo con la mano y lo comí. Percibí ese sabor a nada que se repetiría hasta el cansancio. La única sensación que registraba en la boca era el lento humedecer de la masa que se desintegraba de a poco. Bebí otro trago del vino patero para bajar la pasta, Lorena me miró y completó con palabras el sentido final de la acción: “Es sin sal, el abuelo come sin sal. Le sube la presión, pobre viejo…”. Con mi lógica externa no comprendí por qué, si había casi veinte personas y una sola era hipertensa, los dos kilos de pan –a ojo de buen cubero– prescindían de sal. Con un par de flautas insulsas para Don Stampone hubiese bastado. Pero no acoté, ni esa vez ni ninguna otra.
El abuelo, firme en la cabecera, escoltado por una lámina enmarcada con una panorámica de la costa de Sicilia, consultó a Miguel, uno de sus hijos, si su casa seguía con humedad en el techo de la cocina.
–Le puse una membrana nueva, pero sigue pasando agua. Tengo que subir un día de estos –respondió Miguel.
–Yo te dije que tenías que curar bien el techo –acotó Luis, el otro hijo de Alessandro.
–No, es el soplete, no termina de calentar la membrana y entonces no se pega bien. Tengo que desarmarlo –dijo Miguel, cuyos “tengo que” siempre ponían nervioso a Don Stampone.
–Igual, cuántas veces te dije que la membrana de dos no sirve. ¡Tenés que poner de cuatro, cazzo! –se agrietó el abuelo.
–Eso es cierto. Y tampoco levantaste las puntas con la cuchara, como te dije –validó Luis.
–¡Ma que va a ser cierto! La otra vez papá me hizo poner pintura común en vez de asfáltica y casi se me cae el techo encima –retrucó Miguel.
El viejo ya estaba colorado de ira. Apretó el puño y frunció el ceño. Se guardó las palabras para no proferir groserías, pero al final, de todas formas, estalló: “¡Porca troia! ¡Las construcciones de antes eran buenas! ¡Lo de ahora no sirve, no sirve!”. Se levantó de su silla y golpeó la pared con mano cerrada. “Miren: esto es una pared. Gruesa, sólida, no pasa la voz del vecino. ¡Y la membrana tiene que ser de cuatro!”. Soltó un flechazo, mirándonos a Walter y a mí: “Y ustedes dos: ¿qué opinan?, ¿no es como yo digo?”. No nos quedó más remedio que afirmar sus dichos para ganarnos la simpatía del viejo. El tío Miguel, ya envuelto en el calor de la conversación, no comprendió de forma cabal nuestra respuesta y nos ubicó del otro lado de la línea de fuego. Disparó: “Estos dos qué saben. Mirale las manos, ¡en su puta vida cambiaron el cuerito de una canilla!”. Por instinto miré mis manos, nada curtidas, sin signos de haber tomado jamás un rodillo para pintar una pared. Me quedé mudo igual que Walter, resignado a que me siguieran vapuleando hasta el momento del café, como esos equipos que tiran la toalla al segundo gol y terminan perdiendo por escándalo. Por suerte, la escalada no continuó y se produjo un silencio súbito que fue como el toque de campana. Final del round. Las mujeres aparecieron ahora con platos con canelones. Tres para cada hombre, dos para cada mujer y para nosotros. Es decir, aún no habíamos ascendido a la categoría de miembros masculinos en el organigrama familiar de los Stampone.
Ariel Basile
(Narrador argentino, 1980)
Nació en Buenos Aires. Es comunicador social y periodista, profesión que ejerce desde 2009 tras haber trabajado diez años en un banco multinacional. Se formó como escritor en el taller literario del poeta Horacio Salas. Su primera novela, Por la banquina (Simurg, 2012), fue finalista del Certamen Literario de Novela Joven 2005, organizado por Fundación El Libro, Editorial Siglo XXI y Fundación Aerolíneas Argentinas. Su segundo libro, Trabajos de oficina (Simurg, 2014), incluye cuentos galardonados en distintos concursos literarios de la Argentina y España. Sus relatos también forman parte de antologías publicadas en ambos países. Basile escribió la sección “Cuentos del Mundial”, con textos futboleros, para la edición digital del diario Ámbito Financiero. Con su próxima novela, Un muerto en el baúl, recientemente finalizada, incursiona en el género de la comedia negra.