Cuento · Dos pájaros

Por Lila Navarro

–Las jaulas son inglesas –dice el empleado de la inmobiliaria y las señala, arrumbadas en la galería que da al jardín.

Hasta ahora, son los únicos objetos que he visto en la casa. Dos jaulas viejas, idénticas, de cincuenta centímetros de alto, forjadas en un hierro oscuro con terminaciones con forma de hojas que alguna vez fueron doradas.

–No las quiero –murmuro–, no tengo pájaros.

–Verdaderas antigüedades, de la época de la colonia –sigue, sin escucharme–. El dueño me dijo que han estado aquí siempre.

–Te agradezco, pero no las necesito.

La casa, sin embargo, me gusta. No es demasiado grande pero para mí es más que suficiente. Piso de mosaicos, un patio con árboles, luz, paredes sólidas de donde han colgado cuadros durante años: lo delatan las marcas amarillentas en la pintura y los clavos, que siguen allí. Además, es un lugar silencioso. Sé que no debo demostrarle un interés excesivo al vendedor, pero la realidad es que no quiero seguir buscando. Necesito un lugar donde quedarme. Necesito irme cuanto antes de ese departamento donde todo me hace acordar a Juan. Quiero estar sola, descansar: hace tanto que no descanso.

Discutimos un poco el precio y logro que me deje las llaves ese mismo día. Y las jaulas. Ya veré qué hacer con ellas.

El camión de la mudanza llega al día siguiente. Siempre me ha llamado la atención ese momento en el que el fletero deposita todos los bultos en el primero de los ambientes que encuentra, y es como si los muebles y los objetos recién llegados confraternizaran en su timidez ante ese territorio nuevo, sin haber terminado el duelo por las habitaciones que acaban de abandonar para siempre. Allí están la biblioteca, la mesa que elegimos juntos en San Telmo, el sillón donde hicimos el amor por primera vez, ¿cuánto tiempo ha pasado ya? Y muchas cajas, las cajas con todas las que alguna vez fueron nuestras cosas. La imagen de Juan se diluye en ésta, la casa nueva, porque aquí no estuvo ni estará. Nunca.

Dedico todo el día a pintar la casa, mi casa, de un blanco brillante. De a poco, lo voy cubriendo todo: marcos, puertas, zócalos: pienso en el blanco como un conjuro. Así, despojada como está y blanca, la casa parece un templo. Aún de noche, el verano sigue siendo evidente en el contacto de los pies descalzos sobre el piso, y en el canto de los grillos. Abro de par en par la puerta ventana de la habitación y decido que esta noche dormiré en la galería, afuera, como cuando iba de campamento, de chica; el olor a pintura es demasiado penetrante. Salgo y respiro el aire limpio, pensando en cuánto me han gustado siempre las casas antiguas, en las que los dueños anteriores dejan detrás de sí alguna huella. A veces mínima, como un pedazo de hilo en un clavo, del que pudo haber colgado un adorno, o un cuadro. Otras veces muebles, hechos a medida para esas paredes y no otras, o incluso las jaulas de hierro que al principio desprecié, abandonadas allí y vacías.

Todavía con el pincel en la mano, me acerco a ellas en la oscuridad y las pinto, también, del mismo blanco que usé para la casa. Pequeños calabozos blancos y hermosos. Esta casa tuvo pájaros, pienso. Pájaros en cautiverio, que quizás no conocieron nunca la sensación de volar, de hacer nido. Paso los dedos por las barras de hierro de las jaulas y por las puertitas en el centro de cada una, que se cierran con un pasador en forma de llave. Las imagino envueltas en papel de seda y luego en una caja de madera viajando en un barco, hamacándose durante días, vacías e iguales, hasta llegar a destino.

Acomodo el colchón en el piso y me duermo pensando en las jaulas, en la crueldad maravillosa de imaginar las jaulas como un recreo para la vista, ¿a quién se le habrá ocurrido? Del interior de la casa me llegan ráfagas de olor a pintura. A lo mejor es eso lo que me hace soñar con pájaros blancos.

Me despierta el calor del sol sobre la cara. La luz restalla en la blancura de la casa recién pintada y me obliga a entrecerrar los párpados. Al principio no reconozco el timbre, porque no lo escuché nunca. Suena como una campana antigua a la que le hubieran puesto un parlante. Cuando lo oigo por segunda vez me acerco al hall de entrada y abro la puerta: una moto y un joven de rasgos orientales vestido con el uniforme del correo, que le queda grande.

–Buenos días –dice–, ¿la señora es Beba V.?

–Señorita –aclaro–. Sí, soy yo.

–Le envía esto Ariel, de la Inmobiliaria Bustos –dice mientras me acerca una caja cuadrada de cartón con varios redondeles recortados en cada una de las caras y la palabra “frágil” en letras rojas.

–¿Qué es esto? –digo por decir algo, mientras alargo la mano hacia la caja, porque en mi interior es como si lo supiera de antes, como si lo hubiera sabido siempre.

–Creo que es un ave, o algún otro animal que canta –sonríe con toda la cara, hasta con los ojos.

No tengo ánimo para responder a la simpatía del mensajero oriental. Me limito a mirarlo por un momento, desconcertada. Siento las pequeñas garras rayando el cartón de la base, pero ningún canto. No puede ser, pero es, tiene que ser. ¿Por qué? ¿Quién se cree el empleado de la inmobiliaria para hacerme esto? En la garganta, la impotencia se siente como un alarido que no termina de salir, ¿acaso se le ocurrió preguntarme si podía hacerlo? Estoy a punto de decir algo, pero levanto las solapas de cartón y los veo, acurrucados en un rincón de la caja: son dos, son los pájaros de mi sueño. Me quedo mirándolos, sin poder decir nada. Completamente blancos, del tamaño de mis manos abiertas, los ojos rojos y asustados.

–Son loritos albinos –dice él, como respondiendo a una pregunta que nadie le ha hecho.

Yo sigo en silencio, preguntándome cómo ha sucedido aquello, cómo es posible.

–Yo tuve unos cuando era chico –sigue–, pero mi mamá los ahogó sin querer, como en el cuento de Kawabata.

–¿El cuento?, ¿Qué cuento? –El surrealismo de la situación está a punto de superarme. Me imagino a mí misma contándole toda la secuencia a Juan, y a él descostillándose de risa, diciendo que solo a mí pueden pasarme estas cosas.

–No me acuerdo el título… El protagonista se distrae mientras está bañando a los pájaros en sus jaulas y los ahoga… después intenta revivirlos poniéndolos en el horno pero termina chamuscándoles las patas.

Levanto uno de los pájaros y siento en mi mano sus patas resecas y los latidos de su corazón, diminuto y aterrorizado. Las plumas son de una blancura casi fluorescente.

–¿De eso se trata el cuento? –pregunto sin dejar de mirar al lorito. El chico del correo se ha acodado sobre el manubrio de la moto y me mira, a mí y también a los pájaros.

–De eso y de otras cosas también, en realidad es una historia de amor.

–¿Te tengo que firmar algo? –digo levantando por primera vez la vista hacia él, que parece decepcionado.

–Son muy frágiles –murmura, sin quitar la vista de mi mano, la que sostiene el pájaro.

Firmo el acuse de recibo, le doy las gracias y me quedo allí parada un rato largo, sin saber bien qué hacer. Después dejo la caja en el piso y traigo las jaulas del patio. El tamaño de los pájaros es perfecto: ni demasiado chicos como para escaparse por entre los barrotes, ni demasiado grandes como para que el espacio sea insuficiente. ¿Cuánto tiempo le habrá tomado encontrarlos? Levanto uno y lo paso con cuidado por la puertecita, hasta posarlo en el palo de madera, de donde se agarra con fuerza. Después el segundo, en la otra jaula, y allí se quedan los dos expectantes, sin emitir ningún sonido. Dependen de mí y eso me perturba un poco.

Cargo las dos jaulas y las llevo de vuelta al patio. Recién en ese momento advierto que en el alero de la galería hay dos ganchos de metal de donde puedo colgarlas, una al lado de la otra, a la altura de mi cabeza. Creo que es un buen lugar para los pájaros. Vuelvo al interior de la casa para seguir acomodando los muebles pero me quedo atenta, los espío, y al poco tiempo empiezo a escuchar los sonidos. En un primer momento, sólo un batir de alas explorando, estirándose, reconociendo. Las alas suenan como el papel agitado al viento, tal vez porque comparte con las plumas la misma fragilidad perfecta y blanca. Es eso, un murmullo de hojas blancas agitándose dentro de dos jaulas, también blancas. Después, al rato, se suman las voces agudas y leves de los pájaros, en silbidos intermitentes. Se llaman, se comunican. Se preguntan dónde están, si ésta es su casa ahora.

A la mañana siguiente vuelve a sonar el timbre. Esta vez me despierto adentro, todavía sin cama pero al menos en la habitación de la casa. El blanco de las paredes sigue llamando mi atención por lo uniforme, todavía no he colgado ningún cuadro y por eso nada condiciona su elegancia pura y simple. En el camino a la puerta me doy cuenta de que no me he vuelto a calzar desde que me saqué las sandalias para pintar, el primer día. No tengo noción de los días que han pasado desde la muerte de Juan, pero parecen muchos. Abro la puerta y no veo a nadie. Miro a ambos lados, la calle está tan vacía como podría estarlo un domingo, por ejemplo, o un día feriado. Ni siquiera sé qué día es hoy. Pienso que tal vez el sonido fue parte de mi sueño, es algo que suele ocurrirme.

Es extraño. En una de las cajas con las cosas de Juan encuentro un libro de Kawabata. Uno de los cuentos se llama “Sobre pájaros y animales”, debe ser el que mencionó el cartero. Lo separo. Tal vez en algún momento me den ganas de leerlo. Guardo el resto en la caja hasta el momento en que pueda ordenarlos, armar una biblioteca, tirarlos todos a la calle.

Me acuerdo de los pájaros. Miro uno, luego al otro; no hay ninguna diferencia entre ellos: como las jaulas, son exactamente iguales. Creo que no despiertan en mí ningún sentimiento, es como si estuvieran a kilómetros de distancia, y sin embargo están allí, moviéndose, haciendo balancear las jaulas con sus movimientos bruscos y distrayéndome, a pesar de todo.

El libro ha quedado en la entrada, sobre la mesa que aún no he ubicado en el living. Los muebles siguen todos en el mismo lugar donde los dejaron; ellos también dependen de mí ahora. Me recuesto en el sillón y cierro los ojos. Otra vez pienso en Juan, o en la idea que me ha quedado de él: la forma de sus manos, su respiración, esa forma particular en que acercábamos nuestras caras para sentirnos más cerca. Es todo tan inverosímil, no logro encontrar el sentido a cómo sucedieron las cosas, creo que es demasiado pronto. Abro los ojos y busco en el libro el cuento de los pájaros, mientras escucho trinar a los míos, afuera. Mis oídos parecen haberse acostumbrado a su canto, como si hubieran estado conmigo siempre. Eso no es un canto, pienso, es un grito.

Hace mucho calor. Antes de empezar a leer me convenzo de que lo hago porque no tengo una opción mejor y no porque es la sugerencia involuntaria de un desconocido, pero a las pocas páginas me olvido de él y sólo pienso en el protagonista de la historia, y en los pájaros que ha dejado en el armario. En un momento me asalta la intriga de saber si los míos son también una pareja, de qué pasaría si los pusiera juntos en una sola jaula, o si les trajera un tercero para sembrar la discordia entre ellos. Pero yo no soy así, no sería capaz de hacerlo. Me pregunto si debería ponerles nombres, aunque siempre he sido de la idea que sólo se nombra aquello que merece ser identificado, ¿merecen acaso estos pájaros ser identificados, individualizados por mí?

Esta vez me despierta el silencio. No recuerdo lo que soñé, si es que soñé algo. Todavía no sé cómo soy capaz de dormir tanto, es de noche ya. Me incorporo en el sillón, el libro ha caído al piso y tengo el cuello dolorido por la mala posición. Miro a mi alrededor y trato de reconocer la sensación extraña que me invade. ¿Por qué hay tanto silencio? Tengo la boca seca. Desde donde estoy alcanzo a ver mi imagen reflejada en el espejo. Caigo en la cuenta de que llevo puesta la misma ropa hace tres días, y que estoy sucia, tal vez más sucia de lo que he llegado a estar en toda mi vida. Tengo sed. ¿Por qué el silencio?

La lucidez es como una descarga eléctrica sobre mi cuerpo, todavía dormido. Me levanto de un salto. Corro, como puedo, hasta el patio. Está oscuro, pero puedo ver las jaulas balanceándose apenas con el viento. “Son muy frágiles” me había dicho el chico del correo. Son muy frágiles. Enciendo la luz de la galería y los veo, quietos en el piso de las jaulas. Tres días al sol de enero sin nada para comer ni tomar. Me tiemblan las manos, pero así y todo logro abrir las puertitas y sacarlos afuera: están rígidos, hinchados. Busco en la cocina el bidón de agua mineral y dejo caer el líquido frío sobre ellos. Los pájaros ruedan sobre sí mismos empujados por la fuerza del agua, pero siguen inmóviles. Así, mojados, parecen mucho más pequeños. Están muertos —pienso—, los maté, y ni siquiera tenían nombre. ¿Qué voy a hacer con las jaulas vacías?

Lila Navarro

Lila Navarro nació en Azul (Provincia de Buenos Aires) en 1980. Es abogada y guionista de ficción para televisión. Desde 2009 asiste al taller literario que coordina Marcos de Soldati. En 2012 publicó su primer libro de cuentos, “La otra felicidad” (Ciudad de Lectores).