Cuento · La indemnización

Por Julio Roberto Srur

Mi vida no ha ido por los caminos que un hombre relativamente sensato desea, lo reconozco. El hecho de haber fracasado en mi primer matrimonio y con las sucesivas relaciones con mujeres no es, para mí, señal de una honda frustración, aunque, por cierto, hubiera preferido otros desenlaces. Pero sí lo es el hecho de sentir una vida malograda, el quiebre de mi empresa, una editorial orientada a la sociología. Eso sí es un fracaso, y de los fracasos grandes de la vida, según mi criterio de valores que no pretendo que ni ustedes ni nadie compartan conmigo. Pero imaginen quedar desempleado a los cuarenta y cuatro años, con deudas por todos lados y unos empleados enfurecidos con deseos de aniquilarme. Además, como he dicho, soltero y sin familia de sangre, aunque es posible que tenga un segundo hermano viviendo en alguna ciudad de Finlandia, pero esos sólo fueron rumores de mi madre cuando todavía vivía. Si realmente existe nunca lo supe ni tampoco me ha interesado buscar información sobre el tema; tener un medio hermano en Finlandia me parece tan extraño que no lo imagino posible. De todos modos, aceptando por un instante aquella remota probabilidad, si alguien ha decidido trasladarse tan lejos, supongo que tendrá sus motivos para escapar. Las pocas veces que lo visualicé, lo imaginé parecido a un extraterrestre, de esos que dan miedo.

Por suerte había heredado la casa de mis padres, de manera que no tenía que pagar un alquiler que simplemente no hubiera podido afrontar. Perder la empresa propia seguro es un desastre en cualquier época, pero caer en los abismos de Buenos Aires a finales del año 2001, les aseguro que es una calamidad doble. Mis pocos ahorros fueron congelados por el banco y así, en un breve lapso de tiempo, me encontré sin la empresa y casi sin dinero para disponer, salvo el que tenía guardado en la casa y el limitado importe autorizado por el gobierno para retirar semanalmente de los cajeros automáticos. Esto me obligó a buscar trabajo urgente.

Primero intenté algún puesto en las editoriales con las que tenía relación, pero todas estaban pasando por el mismo momento trágico; las que no cerraban reducían drásticamente su personal. Luego hablé con amigos que tenían negocios diversos y la situación no era distinta que la de las editoriales. Muy bien, pensé, habrá que salir a buscar cualquier cosa por la calle. No hubo tiempo para lamentaciones, ni para suponer que me podría estar rebajando. Así anduve por Parque Patricios, mi barrio, dejando un currículum en toda clase de negocios que iba encontrando en el camino. Ante el fracaso en Parque Patricios, recorrí San Cristóbal, Nueva Pompeya, Boedo. El resultado fue el mismo y ya empezaba a impacientarme.

Agotado de tanta caminata inútil, decidí esperar en casa a que alguno de los cientos de lugares que había visitado se dignara a llamarme. La espera fue tortuosa y escuchar los noticieros volvía peores las cosas. Finalmente una tarde sonó el teléfono y corrí hacia él convencido de que la suerte estaría del otro lado. Y de alguna manera no me equivocaba, la suerte estaba del otro lado, pero no del mío. Un abogado me ponía al día con los tres juicios por parte de mis ex empleados, quienes pretendían una fortuna en concepto de indemnizaciones por los más de diez años trabajados. No puedo pagarlo, le dije. El abogado, sin perder un tono conciliador y asquerosamente amable, respondió que en ese caso se embargaría la casa, único bien a mi nombre, y llegado el momento, ante la falta del pago correspondiente, se remataría. Gracias, respondí, usted puede irse a la mismísima mierda, abogado hijo de una gran puta…, hubiera seguido insultándolo de no ser porque decidió cortar la llamada. Inmediatamente después, arrojé el vaso de cerveza estrellándolo contra la pared.

Transcurridos varios meses, sumergido en una rutina desesperante que consistía en estar la mayor parte del tiempo abandonado y fulminado en la cama, escuchando la radio o mirando la televisión, saliendo a hacer compras básicas al supermercado y muy de vez en cuando sentándome en una plaza para perder el tiempo, decidí que debía reaccionar de alguna manera para no hundirme más en una depresión que pudiera tornarse insalvable. ¡Sí señores, yo elegiré el trabajo, yo, Mario Simel, tomaré las amarras de mi destino y le daré el vuelco a mi vida según me parezca lo más prudente! ¡No esperaré por nadie, no aguardaré llamadas, haré lo que me plazca, me inventaré, pues, el trabajo a mi manera!

Durante algunos días permanecí envuelto en la duda sobre cuál sería mi próximo trabajo. Luego de pensarlo bien, decidí regresar a uno de los trabajos que realicé de joven y que había sido uno de los que más disfruté: ser librero. Allí, rodeado de libros, siempre me había sentido como en casa.

Entonces, un día lunes, de manera natural y asumiendo las nuevas responsabilidades, me dirigí hacia la calle Corrientes y primero entré a la librería Edipo. Sabía que iba a trabajar en seis o siete librerías, alrededor de una hora en cada una, así nadie sospecharía de mí. Me dirigí a la sección de literatura argentina, empecé a ver los primeros estantes y a ordenar alfabéticamente los libros que no estaban en su correcto lugar. Luego, haciéndome el distraído, iba a las mesas de exhibición y acomodaba los libros que me interesaba que resaltaran, así quité algunas novedades que me parecían que ocupaban un sitio exagerado y nada merecedor para colocar otros, como algunos libros de Alejandra Pizarnik, Roberto Arlt, Enrique Vila-Matas y Roberto Bolaño. Lo mismo hice en las siguientes librerías, otras cuatro de la calle Corrientes y luego fui a un par de librerías anticuarias, una ubicada en la calle Lavalle y la más importante de todas, El Glyptodón, sobre Ayacucho, frente al Palacio de Aguas Argentinas. Allí, mientras el dueño se encontraba en otro salón tomando café con sus invitados, colocaba libros en la vidriera. Recuerdo haber puesto un enorme volumen del siglo XIX de La Divina Comedia ilustrado por Gustavo Doré, seguido de una primera edición de Esperando a Godot. Como también había libros nuevos, rescaté uno recientemente editado de José Benito Cibeira, La humildad del hombre, que lo puse entre otro de Carl Sagan, El mundo y sus demonios, y uno sobre la vida de Jacques Cousteau. Por una cuestión de absurdo honor o por una debilidad del orgullo, me mantuve alejado de los estantes de sociología.

Así el primer mes transcurrió sin dificultades y debo admitir que las librerías estaban mejor organizadas que nunca. Muchas veces los libros que había colocado en las mesas exhibidoras habían sido reemplazados otra vez por la novedad efímera, así que era un trabajo de todos los días luchar contra los intereses de los dueños o encargados de turno, que seguramente acorralados por la necesidad de venta buscaban el beneficio más directo posible y no parecían preocupados en lo más mínimo por la calidad de los textos. Pues allí estaba yo, para poner las cosas en orden, mi orden, que lo consideraba con mayor juicio que los demás, desde luego.

El dilema de cómo cobrar el sueldo y la cantidad de dinero por el trabajo de lunes a viernes ya lo había resuelto mientras trabajaba en las librerías. Entonces, en la fecha estipulada de pago que había elegido, durante los primeros días de cada mes, me trasladé al Bajo Flores, bajé en la estación Medalla Milagrosa y caminé primero por la calle Pumacahua, luego por la Avenida Carabobo. Entré a varios supermercados coreanos de la zona, los revisé un rato y me decidí por uno que estaba sobre Curapaligüe. Antes de ingresar, bebí de un sorbo el final de una botella de whisky para fortalecer mi valor y no sé bien cómo sucedió todo tan rápido, pero de repente ya me encontraba adentro del supermercado, apuntándole a la cajera y a un cliente con el revólver calibre 38 que había pertenecido a mi padre. Seguro de mí mismo, le dije a la cajera: vengo a cobrar el sueldo y luego me voy. Ella levantó las manos mecánicamente y no podía hablar, el cliente se había arrodillado cubriéndose la cabeza y tenía la vista clavada en el piso, como si estuviera rezando. Sólo vengo a cobrar el sueldo, repetí. La mujer abrió la caja y dijo que me llevara todo. Me puse furioso. ¡¿Todo?! ¿Cree que soy un ladrón? ¿Acaso no dije dos veces que vengo a cobrar el sueldo? ¿Y usted me toma como un ladrón? Perdón señor, respondió asustada, no sé de qué sueldo habla, le suplico, puede llevarse lo que quiera. Mire, me molesté en explicarle, estoy trabajando nuevamente hace un mes, no le importa dónde ni qué hago, pero acá vengo a cobrar el sueldo por el trabajo que realizo como cualquier mortal, así que entrégueme 2500 pesos. Es cierto, quizás el sueldo era un poco superior a la media, pero mi experiencia valía y era necesario retribuirla. La cajera no pareció comprender mis palabras, tomó todo el dinero que había en la caja y lo juntó con otra pila de dinero que estaba debajo de ella y solicitó como un favor que me llevara todo. Agarré el dinero y se lo tiré en la cara. ¡Cuente 2500 pesos, la puta madre! Y después me lo entrega en la mano, ¿entiende o hace falta un disparo? El arma no estaba cargada, me había asegurado de eso antes de salir, no vaya a ser que se me pudiera escapar un tiro accidental. La cajera, sin otra alternativa, se puso a contar billetes de cien pesos mientras lloraba. ¡Vamos, apúrese, no tengo todo el día! Aceleró la cuenta y me entregó el dinero. No era tan difícil, ¿no?, le dije antes de irme rápido y subirme al primer taxi que pasaba. Llegué a mi casa exaltado, emocionado con lo que había sucedido, pero ante todo feliz por haber resuelto mi destino.

El segundo mes había comenzado sin problemas, aunque por precaución resolví cambiar algunas librerías de la calle Corrientes y unos días a la semana visitaba otras de Palermo y San Telmo. Cuando nadie me observaba, limpiaba el polvo de los estantes, de los libros y de las mesas con una gamuza que llevaba en el bolsillo de la campera. En más de una oportunidad también decidí comprar algún libro, pues mi presencia diaria podía levantar sospechas; no la de estar trabajando, sino la de estar en algo raro. Claro que las veces que compraba libros en el horario de trabajo sumaba el costo al sueldo que cobraría al mes siguiente.

Así pasaron once meses, hasta que decidí tomarme la licencia de unas vacaciones. Los sueldos los había cobrado en otros supermercados coreanos del Bajo Flores y luego en otros supermercados chinos del Once. A medida que ganaba experiencia en el método de cobrar el sueldo, lo hacía cada vez más rápido y estaba más seguro y tranquilo a la hora de hacerlo, aunque no por eso había renunciado a la costumbre de darle un largo trago a la botella de whisky, que nunca dejaba de acompañarme antes de entrar en acción.

Como estaba ahorrando para pagar las indemnizaciones de los ex empleados, suma que por otro lado no iba a conseguir solamente con mi sueldo ni siquiera trabajando muchísimos años sin descanso, elegí tomarme unas vacaciones simples, sin salir de la Provincia de Buenos Aires. De esta manera, viajé a las aguas de Daireaux, a las playas de Guaminí y me perdí en las vías de tren abandonadas en Salliqueló.

Al regreso de las vacaciones, las noticias que me esperaban en el contestador telefónico no eran alentadoras. Los juicios contra mi persona avanzaban, las mediaciones en las que se presentó mi abogado habían sido inútiles, la casa estaba embargada y en camino iba a ser rematada. Presionado por el tiempo, resolví trabajar horas adicionales y agregar los sábados, de manera que llegué a trabajar simultáneamente en diez librerías.

Pasado el año y medio de trabajo, hice las cuentas correspondientes. Llevaba trabajando un tiempo considerable en negro, en diez lugares distintos, sin haber cobrado vacaciones y aguinaldo; y sumadas todas estas eventuales indemnizaciones en el caso de ser echado, podría pagar las otras indemnizaciones, las de mis ex empleados. Me dirigí a cada una de las librerías y armé una situación para que me echaran. En Edipo me guardé un libro en el bolsillo cuando comprobé que el encargado me estaba observando, de manera que vino enojado a ordenarme que lo devolviera y que no regresara otra vez por ahí. Entonces, ¿usted me está echando?, pregunté, simulando cierta indignación. ¡Sí, ¿qué le parece?! ¡Por supuesto que lo estoy echando! Pero, después de todo este tiempo trabajando para usted, y encima trabajando en negro, ¿usted me echa así nomás? No sé por qué, pero me parecía que el momento de ser echado debía ser auténtico, aunque lo estuviera provocando yo mismo, como si ante los ojos del encargado quisiera todavía que él guardase una imagen honesta o decente de mí. ¿Qué le pasa, está loco o qué? ¡No lo quiero ver nunca más por acá!, se limitó a responderme el encargado de Edipo. Usted no tiene vergüenza y esto no quedará así, ya verá, fue lo último que dije, antes de dirigirme al Glyptodón. Allí no tenía definido qué hacer, entonces simplemente después de ingresar le dije al dueño que quería figurar en blanco, que no podía ser admisible a esta altura que yo anduviera sin cobertura médica. El dueño se quedó mirándome sin responder nada. Agregué: mire, es lo mejor, si no voy a tener que hacerle juicio y como usted sabrá, tiene todas las de perder. El dueño mantuvo la compostura diciendo que seguramente me había equivocado de lugar y que podría marcharme de la librería. Ah, ¿me está echando? Sí, sí, eso, lo estoy echando, respondió. Lo provoqué un poco más, hasta conseguir su enojo total y me terminó sacando casi a patadas, gritando que si volvía a aparecer la próxima vez iba a romperme la cara.

Luego de ser echado de las diez librerías, regresé a casa con una sensación de tranquilidad. Si bien era cierto que perdía los trabajos, igual de cierto era que me esperaban gratificantes indemnizaciones de muchos lugares, lo que me iba a permitir pagar mis deudas y posiblemente estar unos cuantos meses sin necesidad de trabajar. Durante la noche hice las cuentas: si cobraba 2500 pesos en cada librería y sumaba las indemnizaciones de todas, me quedaba a mi favor un total de 125.830 pesos.

A la mañana siguiente me dirigí a un banco de la calle Rondeau, el más cercano a mi casa. Había poca gente, hice la fila y cuando me tocó el turno fui al mostrador, saqué el arma y apunté a los empleados. Asustados, se metieron debajo de la mesa. Hablé: ¡Tranquilos! Sólo vengo por la indemnización, después me largo. Agarré al empleado que tenía cerca y le dije que tenía que entregarme 125.830 pesos. El muchacho, de unos treinta años, temblaba y de nada servía decirle que si cooperaba conmigo no iba a hacerle daño. Lo levanté del piso y le entregué un bolso, le dije que contara el dinero exacto, que no pusiera ni un peso más ni un peso menos. Antes hice que cerraran las puertas de entrada con llave y tomé a uno de los clientes como rehén. Al empleado que iba a buscar el dinero a la bóveda le advertí que lo estaría observando por las pantallas de seguridad, que si hacía alguna estupidez sería su culpa que alguien muriera. Yo mismo me asombraba de mi capacidad para improvisar el lenguaje y comportamiento de lo que entendía que podría pertenecer a un asaltante, y eso se lo atribuía a los estereotipos observados en el cine. Mientras tanto, intenté relajar a la gente, algunos gemían con espasmos; les dije que no era un ladrón y que sólo estaba ahí por lo que me adeudaban. Al rato, regresó el empleado con un pesado bolso. ¿Lo contaste bien?, pregunté. Sí, está el dinero justo. Entonces, ¿te queda claro qué es este dinero?, pregunté. El empleado dudó amargamente moviendo la cabeza. ¡Pero si te dije que es la indemnización, carajo! Entonces, a ver…¿qué estoy cobrando? Le di tiempo para que respondiera: la indemnización. ¡Bien!, no era tan difícil, ¿no? Acto seguido me dirigí a la salida, cuando tres patrulleros se pararon frente al banco, con las sirenas encendidas pero sin sonar. Los policías tomaron posición y apuntaron. Abrí las puertas del banco y salí. ¡Acá no pasa nada, gracias, ya cobré la indemnización!

Julio Roberto Srur

Julio Roberto Srur (Buenos Aires, 1980) es un escritor argentino que reside en Helsinki desde 2004. Vivió en San Carlos de Bariloche (Argentina), Los Ángeles (Estados Unidos) y en las ciudades finlandesas de Tupos y Kempele. Ha publicado parte de su obra en revistas literarias de Argentina y Finlandia, y fue ganador del premio Nuevo Sudaca Border de Eloísa Cartonera 2010/2011, por su cuento “La indemnización”. Viaje de la ilusión primaria es su primer libro de relatos reunidos.