Los santos editores

Es casi un lugar común que los escritores se quejen de los editores, ya sea por los rechazos de manuscritos, por “malas” lecturas o la incorrecta comercialización de su material o por el pago de derechos. El tañido de la otra campana rara vez se escucha. Aquí, cuatro editores con trayectoria nos cuentan algunas de esas anécdotas en las que la paciencia se vuelve un arma de supervivencia.

Por Silvina Friera

Tres palabras zarandean el imaginario. Algo se quiebra para siempre. Parece un asunto que entra, irremediablemente, en el campo de la fatalidad. Alguien escribe: “No puedo más”. No es la confesión de un suicida. La frase resume el “calvario” del editor alemán Sigfried Unseld, de Suhrkamp, que admiraba al escritor Thomas Bernhard y lo consideraba uno de los autores más importantes de lengua alemana del siglo XX. Tanto lo admiraba y creía en él que soportó hasta lo inimaginable. “Para mí no sólo se ha alcanzado un límite doloroso sino que se ha traspasado, después de todo lo que, durante decenios y especialmente en los últimos años, hemos tenido en común. Me repudia, repudia a mis colaboradores que se han dedicado a usted y repudia a la editorial. No puedo más”, concluye el editor alemán en un telegrama fechado el 24 de noviembre de 1988. Un día después, el implicado contesta: “Si, como dice su telegrama, no puede más, bórreme de su editorial y de su memoria. Sin duda he sido uno de los autores menos complicados que ha tenido nunca”.

El ejemplo es extremo, acaso dramático. Unseld aguantó tres décadas de presión y desplantes del narrador, dramaturgo y poeta austríaco. Hasta que no pudo más. Dicen que era un editor “muy inteligente”. Y que Bernhard no hubiera llegado a ser lo que fue sin Unseld. No es necesario achinar los ojos ni tener un mal día para que la fantasmagórica figura del editor –tarea poco conocida y apreciada no sólo para el público lector en general, sino también por los muchas veces ingratos escritores del mundo entero– sea observada, prejuicio mediante, como una sanguijuela que se dedica a lucrar gracias al trabajo ajeno. “Los editores suelen ser malas personas –escribió Roberto Bolaño en un texto incluido en el libro Entre paréntesis (Anagrama)–. Pero los escritores suelen ser peores, porque, entre otras cosas, creen en la perdurabilidad o en un mundo regido por leyes darwinistas o tal vez porque en sus almas anida un espíritu cortesano aún más innoble”.

El prolegómeno viene a cuento de la compleja relación entre editores y escritores. Cuatro editores argentinos, Daniel Divinsky (Ediciones de la Flor), Fabián Lebenglik (Adriana Hidalgo), Ricardo Romero (Gárgola Ediciones) y Damián Tabarovsky (Mardulce) revelan los peores momentos que padecieron.

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