Cuento · Un elefante encima
Por Carolina Fränkel
–Quiero un asiento del lado de la ventanilla –dijo Eduardo.
La señorita del mostrador le contestó que sólo le quedaban del lado del pasillo. Eduardo empezó a sudar.
–Usted no entiende –le dijo–, ne-ce-si-to estar del lado de la ventanilla. No me puedo despertar cada vez que el del asiento de al lado quiera ir al baño. Tengo que dormir todo el viaje.
La señorita le repitió que eso era lo único que le quedaba y que si a él no le molestaba ella tenía que seguir atendiendo. Eduardo agarró su pasaje y salió de la fila. Estaba muy nervioso, se acomodó en un banco y repasó la lista que había anotado con su psiquiatra y que ya había leído miles de veces en el taxi camino al aeropuerto. “Media hora antes de abordar, me tomo la segunda pastilla, respiro hondo, paseo por el aeropuerto, hablo con la gente, pienso que hay más probabilidades de que me resbale y me rompa la cabeza que de morirme por un accidente de avión. Cuando ya esté en mi asiento, me tomo la tercera pastilla. Una vez que estoy esperando en la escala vuelvo a leer la listita y me tomo otra pastilla más”.
Dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo y se puso a caminar de un lado para el otro. No podía dejar de pensar en que tenía el asiento del lado del pasillo y empezó a sudar otra vez. Intentó calmarse recordando lo que le había dicho su psiquiatra: con lo que iba a tomar se le tenía que caer un elefante encima para que se despertara. Hacía varios años que iba a terapia, pero nunca había podido resolver su fobia a volar. No viajo en avión y listo, había pensado, hasta una semana atrás, cuando su jefe le anunció el ascenso, el aumento de sueldo y la increíble oportunidad de conocer el mundo. Porque con el nuevo puesto iba a tener que visitar clientes de diferentes países. “Un puesto ideal para usted –le había dicho–, que es un hombre libre, sin esposa ni hijos”. Y también le había dicho que el primer viaje era el viernes.
Mientras el jefe le hablaba, Eduardo hacía un esfuerzo sobrehumano para mantener la sonrisa que se le iba desfigurando, pero le fue imposible y le vino el ataque: sudor, temblores y taquicardia que terminaron con una ambulancia en la empresa. Un pico de estrés, según los enfermeros.
–No se preocupe –le dijo su jefe–. En el viaje va a tener tiempo para pasear y despejarse, le va a venir bien.
Eduardo le dijo que sí a todo, no quería perder por nada en el mundo lo que tanto había esperado. Con lo único que soñaba en los últimos años era con vender ese departamento de dos ambientes, chiquito y oscuro. Cuando se lo compró, no le había importado, igual es por un tiempo, mientras tanto, hasta que pueda comprarme algo mejor, había pensado. Y ese “mientras tanto” terminó convirtiéndose en cinco años. Pero ahora ya podía pensar en tener lo que se merecía. Ese nuevo puesto era la oportunidad de su vida y no la iba a dejar pasar.
Aunque sabía que faltaba para su vuelo, cada vez que anunciaban uno, transpiraba. Trataba de calmarse pensando en que iba a dormir todo el viaje y en que, cuando llegara, iba a ser uno de los días más importantes de su vida. Si lograba viajar en avión estaba preparado para cualquier cosa. Además, conocer un poco el mundo no le iba a venir nada mal; en sus treinta y ocho años sólo se había alejado lo que le permitían los viajes en micro. De acá en más podía empezar una nueva vida para él.
Miró el reloj. Faltaba media hora para embarcar así que se tomó la segunda pastilla y agarró un libro; lo mejor era distraerse y esperar. Treinta minutos después, el altoparlante anunció su vuelo. Eduardo temblaba. Tomó mucho aire, se repitió todo lo que había pensado hacía un rato y fue a hacer la fila. No bien subió, les pidió a las azafatas que no lo despertaran por nada hasta que hubieran aterrizado. Se sentó e inmediatamente le dijo a su compañero de asiento que cuando tuviera que ir al baño lo hiciera lo más despacio posible porque tenía problemas para dormir. Le pidió a la azafata un vaso con agua y se tomó la tercera pastilla. Cerró los ojos. Todo va a estar bien, se repetía, todo sea para dejar ese sucucho de dos ambientes, todo sea para tener una nueva vida. Hasta que se quedó dormido.
Un elefante gigante lo estaba persiguiendo. Eduardo intentaba correr, pero, aunque daba pasos, se quedaba siempre en el mismo lugar. El elefante lo alcanzó, levantó la trompa bien alto y se le tiró encima. Eduardo abrió los ojos; tenía taquicardia y estaba empapado. Escuchó una voz, levantó la cabeza y vio a un hombre parado abajo del portaequipajes.
–Discúlpeme, estaba buscando algo en mi bolso –le dijo.
Le sacó a Eduardo todo lo que se le había caído encima y volvió a guardar el equipaje. Eduardo estaba inmóvil, aferrado a su asiento. Un calor terrible le recorría todo el cuerpo, tenía tantas palpitaciones que sentía que el corazón le iba a explotar.
–¿Está bien? –le preguntó su compañero de asiento.
Pero Eduardo no le contestó. Hay más probabilidades de que me resbale y me rompa la cabeza que de morirme por un accidente de avión, se repetía. Tenía las manos acalambradas de la fuerza con que se agarraba del apoyabrazos. Se encendió la luz que indicaba que había que abrocharse los cinturones.
–¿Por qué se prende esa luz? –preguntó Eduardo–, ¿qué pasa?
El avión hizo un movimiento brusco y Eduardo sintió que se ahogaba. Una voz anunció que estaban pasando por una zona de turbulencia y que, por favor, todos permanecieran en sus asientos con los cinturones abrochados.
–¿Cómo una zona de turbulencia, qué está pasando? –gritó Eduardo.
–Nada señor, es un pozo de aire –le contestó su compañero–. ¿Se puede calmar que me está poniendo nervioso?
–Por favor, necesito mi bolso. ¿Me lo puede alcanzar? Tengo unas pastillas que…
–No, ¿no escuchó que nos tenemos que quedar sentados?
El avión volvió a tambalearse.
–¡Nos vamos a morir! –gritó Eduardo–. ¿Y ese ruido? ¿Qué hace la azafata yendo para la cabina? Dígame qué pasa.
–Nada –le gritó su compañero.
Eduardo miraba para todos lados, con la espalda y la cabeza aplastadas contra el asiento.
–Hay más probabilidades… –decía. Pero ya no podía ni pensar. Se volvió a escuchar una voz que anunciaba que en unos minutos estarían aterrizando. También dijo que la temperatura era de diez grados y otras cosas más, pero Eduardo ya no prestó atención. El avión comenzaba a descender.
–¡Se está cayendo! –gritó. Y se estiró para arriba como si así pudiera contrarrestar el movimiento. Su compañero de asiento lo miraba de reojo, pero ya no le decía nada. El avión seguía bajando. Eduardo cerró los ojos y se puso a rezar. Se sintió el golpe de las ruedas que tocaron la pista, y él bajó la cabeza y se la cubrió con los brazos como si se protegiera de un golpe. Cuando el avión detuvo la marcha, una de las azafatas le tuvo que decir que ya se podía bajar. Eduardo temblaba, no podía ni caminar. Se paró disimulando lo más que pudo.
–Me quedé dormido –le dijo, y bajó del avión.
A medida que avanzaba se fue tranquilizando, tuvo ganas de salir corriendo y contarle a todo el mundo: finalmente, había pasado la mayor prueba de su vida. Ahora lo esperaban miles de oportunidades y un nuevo departamento.
Todavía faltaba un rato para subir al otro avión, así que fue a sentarse. Se puso a repasar mentalmente todos los barrios en los que le gustaría vivir y a pensar en los trajes que se iba a tener que comprar, una agenda más grande para anotar todas las entrevistas y un maletín. Sacó la lista y la empezó a leer. Por el altoparlante anunciaron su vuelo. Se tomó otra pastilla mientras pensaba: hay más probabilidades de que me resbale y me rompa la cabeza que de morirme por un accidente de avión. La gente empezó a formar la fila y a avanzar hasta que no quedó nadie. Volvieron a llamar a su vuelo por segunda y por tercera vez. Más tarde, se escuchó el anuncio de otro vuelo y después, el de otro más. La gente seguía formando filas y desapareciendo. Eduardo seguía sentado. Hay más probabilidades de que me resbale y me rompa la cabeza que de morirme por un accidente de avión, se repetía.
Carolina Fränkel
(Escritora argentina, 1976)
Es publicista y trabaja como redactora freelance y para agencias de publicidad. Asistió al taller literario de Liliana Heker. Escribió varios textos de ficción y un libro de cuentos (Un elefante encima). Actualmente escribe una novela.