Cómo empecé: Guillermo Martínez

GUILLERMO MARTÍNEZ
Un oficio de entrecasa

Guillermo Martínez, uno de los escritores argentinos más leídos, reconstruye sus primeros pasos en la literatura y las instancias de la publicación. La importancia decisiva de su padre, los concursos, el rol de las agencias y sus primeras ediciones son algunos de los temas que aborda en esta nota, coronada por un relato inédito escrito en su adolescencia.

Entrevista de Ángel Berlanga.

“Para asegurarse de que no pudiéramos escapar a la lectura, se negó a comprar un televisor durante toda nuestra infancia”, evoca Guillermo Martínez en el prólogo de Un mito familiar, el libro que estructuró e impulsó para dar a conocer los relatos inéditos de su padre, Julio, ingeniero agrónomo de izquierda, piscicultor, ajedrecista, lector y escritor tan apasionado como despreocupado de si lo escrito se publicaba o no. Julio murió en 2002 y Un mito familiar, publicado el año pasado, es también un reconocimiento explícito de su hijo al papel fundante que jugó en su formación sentimental con la literatura y en su oficio de escritor. “Los domingos nos reunía a la mañana para leernos un cuento y a continuación debíamos escribir una redacción en un certamen literario de entrecasa”, escribió Guillermo Martínez. “Nos calificaba en cinco ítems: Originalidad, Resolución, Redacción, Prolijidad y Ortografía. El premio era un chocolate y el honor de ser pasados a máquina en su vieja Olivetti de teclas restallantes”.

“Escribir, en mi caso, fue algo bastante natural, porque la literatura era algo muy presente en la familia”, dice ahora Martínez, a casi cuatro décadas de aquellas escenas de su infancia en Bahía Blanca, la ciudad en la que nació en 1962. Allí se crió, vivió su adolescencia y primera juventud e inició sus estudios en Matemática, que continuaría luego en Buenos Aires, donde se radicó en 1985. Para ser más específicos, el aquí y ahora en el que se sitúa esta entrevista es el barrio de Colegiales, donde vive junto a su mujer y su hija, durante la tarde de un sábado de julio. Dice entonces, Martínez: “Mi padre, que tenía una forma de leer muy amplia, nos iba dando libros: policiales, de ciencia ficción, de literatura fantástica. Lo primero que leí tenía mucho de fantástico, la antología de Roger Callois, por ejemplo, y los primeros cuentos que escribí, para esos concursos de entrecasa que organizaba entre los cuatro hermanos que éramos, en general trataban de imitar esos relatos breves, fantásticos. Hay una línea muy interesante de la literatura argentina que quedó un poco de lado, con autores como Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Denevi, Cortázar, en quienes lo fantástico aparece como una ambigüedad de lo real, un temblor”.

Martínez acaba de publicar su noveno libro, la novela Yo también tuve una novia bisexual. Tiene un décimo listo (Los reinos de la posición horizontal, cuentos) y otras tres novelas más planeadas. La próxima en la que se sumerja, anticipa, le insumirá varios años más de trabajo –ha venido acumulando materiales y lecturas–, porque es la más ambiciosa que se propuso hasta ahora. Con Crímenes imperceptibles, en 2003, su obra dio un brinco consagratorio de hiperrepercusión: el libro ganó el Premio Planeta, fue traducido a treinta y cinco idiomas y fue adaptado para cine con el título Los crímenes de Oxford, con dirección de Álex de la Iglesia. Consignados algunos de los últimos tramos de su historia como escritor, la charla con Martínez y este texto vuelven a poner los sentidos y la memoria en el otro extremo, el de los comienzos, el que arranca con chocolates de premio e impresiones únicas, a golpes de tecla, con un carro que vuelve al margen a poco de sonar, casi al final de cada línea, una campana.

EL CAMINO DE LOS PREMIOS

Cuenta Martínez que no es que se planteara, con ocho o nueve años, “ser escritor”. “Era totalmente impensable la posibilidad de publicar”, rememora. “Si no publicaba mi papá, que escribía gran cantidad de cosas, y ganó concursos, para mí eso era un universo fuera de mi vida. Sí pensaba que escribir, como jugar al ajedrez o después al tenis, sería una de las tantas cosas que haría en mi vida, pero no de manera institucional”. Durante la primaria y la secundaria esto de escribir ficción era algo bastante singular: recién al entrar en la universidad se encontró con compañeros interesados en la literatura. “No había muchos escritores que yo reconociera en esa época en Bahía Blanca”, dice, y menciona como excepción a Amalia Jamilis. A la Universidad Nacional del Sur aparece vinculado el primer premio que consiguió fuera de casa, por el cuento “Peón Cuatro Rey”, título pertinente para arrancar. Lo escribió, dice, cuando tenía doce años. “Ahí están los clichés de lo fantástico borgeano, se ve claramente la influencia de esas lecturas”, explica. “Jugué bastante al ajedrez de chico y el relato era como si fuera una partida con la muerte, algo por el estilo. Me premiaron con unos libros que editaba la facultad: recuerdo que uno era de Martínez Estrada”.

Se entusiasmó: ganar fue un estímulo. Así que empezó a mandar a otros concursos. Y así, también, consiguió que le publicaran otro cuento (“Continuará”, se llamaba) en Humor juegos, que hacía una selección mensual entre los relatos que recibía y publicaba al que consideraban mejor. “Ahí tendría unos dieciséis años”, dice. “Durante la adolescencia fui escribiendo distintas cosas. Me acuerdo mucho de otro concurso en Bahía Blanca en el que era requisito que los cuentos tuvieran más de seis páginas. Me parecía imposible presentar un cuento así: los míos tenían dos, a lo sumo. ¿Cómo se hace? Era discriminatorio (se ríe). Para participar ahí escribí tres, casi con el objetivo de hacer cuentos más largos. Fue una especie de esfuerzo personal para convertirme en un escritor de largo aliento. Uno de esos sobrevivió y está en Infierno grande. Corregido, para que no desentonara con los demás”.

Infierno grande es el primer libro que publicó, pero antes redondeó otro que nunca editó: La jungla sin bestias. Con ese título y algunos cuentos adicionales a aquellos tres de largo aliento ganó el Premio Nacional Roberto Arlt en categoría juvenil: tenía, ya, diecinueve años. Le dieron unas obras completas de Arlt, “una edición horrible, de tapa blanda”.

–Los concursos y los premios parecen funcionar en tu historia como una cadena de confirmaciones. 

–Para mí tienen esa especie de virtud. Yo estaba en Bahía Blanca, no me conocía nadie, y a la vez veía alguna repercusión en lo que hacía. Por supuesto, envié a muchos otros en los que no pasó nada. Pero en estos concursos participaban buenos escritores, gente con libros publicados. Un mundo curioso. Alguien que hoy se presenta al Premio Clarín puede estar compitiendo con Federico Jeanmaire, que tiene veinte libros publicados. Bueno, en aquella época era más difícil publicar.

–También sobrevuelan sobre los premios una nube de sospechas. Aunque hay concursos y concursos.

–Totalmente. Yo fui jurado en muchos, y las elecciones fueron irreprochables. Por algunos casos muy característicos quedó bajo sospecha todo el sistema. Pero sigue siendo el más democrático que hay, en el fondo: si no fuera por los premios seguiría publicándose sólo a los editores y a la gente de los suplementos culturales. Así fue en los noventa, cuando era condición tener una firma, un nombre en los ámbitos culturales a través del periodismo. Los concursos han traído aire fresco: Mairal, Nielsen, Esther Cross, Chernov, por ejemplo. Una vez que ganaste los premios podés decir que no son demasiado importantes, desde el hecho de haber estado entre un montón de otros manuscritos. Es un orgullo para cualquier escritor ponerse en esa prueba y superarla. Como jurado, además, te digo que los que son buenos se separan solos: se reconocen de inmediato.

AGENTES Y EDITORIALES

Ya en Buenos Aires, Martínez trabajó un tiempo con sus cuentos en el taller de Liliana Heker. “Me ayudó la experiencia, porque había un pequeño grupo y todos tenían esta especie de objetivo de publicar un libro, y eso a mí me organizó también y me dio un cierto horizonte: escribir, pero con la idea de, en algún momento, cerrar eso en la forma de un libro”. Con Infierno grande ganó el premio del Fondo Nacional de las Artes y en 1989, vía editorial Legasa, vería su primer libro impreso. “Yo creo que ese momento es tan importante como crítico”, evalúa. “Sobreviene a muchas expectativas, es un momento de epifanía. Y a continuación lo que sucede casi siempre –salvo que seas Pola Olaixarac u algún otro caso aislado–, nadie le da demasiada importancia a ese libro. Los editores están con gente que ya tiene un nombre, potencial de ventas, y con tus libros, quizás, estén ensayando algo; los libreros tampoco te prestan atención; los medios culturales están ocupados con otras cosas; y de pronto el libro, a un mes de publicado, desaparece. Sobreviene el silencio. Es muy duro de absorber para el ego de cualquiera, y más para los egos hipersensibles de los escritores. Que se esfume así un trabajo de años que nadie registra. Que suele tener, además, mucha carga autobiográfica. Frente a ese golpe suele haber un repliegue: muchas veces no se llega al segundo libro, se deja de escribir. Ahí se dividen las aguas entre los que querían escribir y los que querían publicar, que son dos mundos diferentes”.

Intentó ser músico, jugar al tenis, pero lo que subsistió como camino fue escribir. “Al principio fue algo que acompañaba a las demás cosas. La literatura en general es un espacio que está en peligro en la vida cotidiana, porque uno tiene que dedicarse a otras cosas para vivir. Tenía que presentarme a un concurso en la facultad, preparar clases, obligaciones, compromisos: eso va relegando el tiempo para la literatura. Es muy importante defender ese espacio, cierta continuidad. Cuando vi publicado el primero encaré la escritura de un segundo libro de cuentos: la expansión de uno de esos se convirtió en la nouvelle Acerca de Roderer”.

–Pero volvamos al primero: ¿qué resultó de publicar?

–Me fue muy bien, en un sentido. Lo leyeron en La Nación, me acuerdo que María Esther Vázquez me llamó por teléfono y junto a su esposo, Horacio Armani, fueron absolutamente amables conmigo. Un gesto de bienvenida al mundo de los escritores. Alicia Steimberg me mandó una carta supergenerosa. Le di el libro a varios escritores que admiraba; me junté con Piglia en un café y me hizo una lectura de eso y de lo que podría escribir en el futuro. Cristina Piña y Natu Poblet también fueron muy generosas conmigo. Y Mempo Giardinelli: recuerdo que hizo lo posible para publicar un cuento del libro en una revista mexicana.

Martínez recuerda que Jorge Lafforgue, su editor en Legasa, se asombró cuando decidió sacar algunos de los cuentos de Infierno grande al momento de la publicación. “En general los escritores quieren poner todo en el primer libro. Y me acuerdo que a Lafforgue, que es un tipo bárbaro, con el que siempre tuve una excelente relación, le pareció una buena decisión que seleccionara”.

Acerca de Roderer prendió en Planeta, que por entonces arrancaba con la Biblioteca del Sur, a cargo de Juan Forn. “Primero la leyó Paula Pérez Alonso, y le encantó”, rememora Martínez. “Y Forn, que había leído mis cuentos, estuvo de acuerdo en publicarla. La gente de Legasa no tuvo problemas, lo vieron como una oportunidad para mí. Pero al momento de concretar la publicación surgieron demoras. Me impacienté, porque yo me iba a instalar en Inglaterra y el libro no salía. Finalmente salió el primero de enero: un mes que no existe para sacar un libro. Pero aun así fue abriéndose paso solo. Cuando volví me sorprendió que el libro se hubiera leído. Incluso en una encuesta, años después, resultó uno de los más recordados de la colección. Surgieron posibilidades de publicarlo afuera. Y en 1993 me conecté con la Agencia Balcells, lo que habilitó a publicarlo en España”.

–¿Y qué hace la agencia, cómo funciona? 

–A veces pueden hacer poco. Estuve diez años sin que pasara demasiado. Porque bueno, ofrecen tus libros y los de otros doscientos escritores. Balcells tiene a Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar, Roa Bastos, todos. Además de todos los editores españoles, mientras uno está en la Argentina. Hasta que vino Crímenes imperceptibles no fue significativo. Pero ahí consiguieron treinta y cinco traducciones y bueno, me cambió un poco la vida. Pude dejar la universidad, dedicarme más y mejor a escribir. Ése es el potencial que tiene un agente, que cuando un libro funciona en términos de que ellos pueden mostrar, enseñar… Porque hay libros que traspasan fronteras y otros a los que les resulta más difícil. A veces la cosa puede funcionar muy bien, a una escala inimaginable, que uno jamás podría manejar.

–¿Terminás de escribir un libro y lo entregás a la agencia?

–Y la agencia hace todo, desde discutir el contrato hasta ofrecer traducciones. Depende, algunos agentes hasta intentan que salgan ciertas notas de prensa que consideran importantes, que vayas a ciertos congresos para dar vueltas un poco por el mundo. La agencia Balcells se dedica sobre todo a los derechos de traducción.

–Y en la etapa anterior, ¿cómo era el manejo con las editoriales?

–Bueno, cero peso (risas). Una diferencia bastante notoria. Más aun: por Infierno grande les di el dinero del Fondo de las Artes. Para escribir Acerca de Roderer también había ganado un subsidio de la Fundación Antorchas, pero tuvieron la decencia de decirme “no, quedate vos con ese dinero”. Pero eso no pasó con Legasa.

Las liquidaciones por esos primeros dos libros rondan entre la insignificancia y la problemática: ínfimas, tardías, un chiste. “Estuve a punto de irme de Planeta. Con Legasa el pago fue más bien simbólico: la edición de tres mil ejemplares se agotó y me liquidaron unos quinientos, pero mucho después y con una hiperinflación de por medio. Pasa que yo me dedicaba a la Matemática y de un modo u otro me arreglaba. No le daba a eso demasiada importancia: sentís que es una especie de derecho de piso que hay que pagar y sacrificás eso con la esperanza de hacerte un pequeño lugar, de aparecer. Los editores también saben esto, y lo aprovechan. Pero nunca fue un tema muy importante para mí. Yo estaba feliz de que me publicaran”.

Crímenes imperceptibles le cambió la vida con facilidades, como dijo, pero también críticas ásperas: el asunto ése de publicar en una editorial comercial y masiva y el lugar común de que eso implica necesariamente alguna claudicación artística. Perdió amigos, por ejemplo; es famosa su polémica con Damián Tabarovsky. “Me parece bueno que haya una especie de maquinaria que pueda llevar a la mayor cantidad de gente posible mis novelas. No creo que la calidad literaria pase por querer pertenecer a un grupo que venda poco. Después hay otra cuestión: cómo se educa a los lectores para que apuesten por la buena literatura y no por best sellers comerciales. Suele haber un aura maléfica sobre las grandes editoriales, pero a mí me parece que está bien estar ahí”.