Por María José Eyras
Habían decidido pasar las vacaciones en su “rincón del paraíso“, como lo llamaban. Él manejaría, como siempre. Ella tendría un rato para pensar, abstraerse del mundo. Miró a sus hijos en el asiento de atrás y sonrió. Se dormirían enseguida. Qué afortunada era de poder escapar por unos días de la ciudad. La visión de esas avenidas sin sol, atiborradas de carteles, tránsito y agitación inútil, acrecentaba su propia inquietud. Cerró la ventanilla. Por lo menos, así evitaba el ruido.
Unos minutos después, el auto subía el ramal que tendía la autopista. A Alma se le antojó una burlona lengua de hormigón. Rotó los hombros y movió la cabeza a un lado y al otro para asegurarse de que estaba relajada. El telón blanco de edificios, las villas y alguna fábrica quedaron velozmente atrás. Por fin, el horizonte se abrió y predominó el campo. Alma volvió a mirar a sus hijos y ella también cerró los ojos.
Unos kilómetros más adelante, a ambos lados de la ruta, divisó el caserío que llamaban “el pueblo”. Un cartel verde. Doblaron internándose en una zona de pequeñas quintas. Alma abrió la ventanilla y respiró con placer. Lo de Sánchez estaba abierto. A un par de cuadras de Lomas del Cardenal, por su cercanía con el barrio privado, lo que había empezado como un almacén en un garaje, era ahora un completo autoservicio con varias góndolas. Unos metros más y llegarían. Al frente, la ruta desembocaba en un gran terreno alambrado, con un arco de entrada al centro.
–Buenas tardes, señor –dijo el hombre de la guardia y les entregó una revista.
Ernesto sacó un brazo por la ventanilla, deslizó una tarjeta sobre un poste y la barrera les abrió paso. Flanquearon una alta arboleda detrás de la que se veían prolijos chalés y jardines cuidados. Las calles de ripio, con lomos de burro, obligaban a conducir despacio. Cruzaron a unos chicos en bicicleta, bordearon una cancha de hockey y se detuvieron frente a una casa de ladrillo con postigos blancos.
Alma hundió las sandalias en el pasto húmedo, estiró los brazos. El cielo abierto, el rumor de la brisa agitando las hojas de los tilos, el olor a tierra mojada y plantas, le producían siempre la misma sensación de alivio. Como si en aquel lugar saciara una sed de naturaleza, aunque más no fuera con un trago de esa naturaleza domesticada, geométrica y podada con regularidad. Abrió la puerta del auto a sus hijos. El más grande fue en busca de los amigos. Como de costumbre, no volvería hasta la hora de la cena.
–¿Nos ayudás a bajar las cosas? –le preguntó al menor.
Ernesto les alcanzó una bolsa liviana que Pablo cargó con orgullo. Alma entró a la casa y abrió las ventanas para dejar entrar el aire limpio. Qué placer estar allí. Descargaron los bártulos y acomodaron los alimentos en la heladera. Cuando terminaron la tarea, Ernesto y ella se abrazaron. Era parte del ritual.
La luz de la tarde aún permitía disfrutar del jardín. Alma rodeó la casa. Los plantines que su marido había puesto en primavera ahora se habían transformado en grandes manojos de alegrías del hogar, desbordantes de flores rojas. Ernesto la consultó sobre la ubicación de la pileta de lona. Decidieron que iría junto al cerco. Alma fue a la cocina. Por la ventana, vio a Zulema caminando junto a su hija.
–¡Hola, por qué no pasan un rato! –las invitó.
Zulema era una vecina de la que se había hecho amiga al compartir largas charlas en la confitería o en la placita mientras vigilaban a los chicos. Su hija Andrea, una rubia de ojos asombrados, había adoptado a Pablo como compañero de juegos.
Enseguida se arrepintió. ¿Por qué invitarlas? Si bien se alegraba de verlas, acababan de llegar y había mucho tiempo por delante para encontrarse. A veces, Alma tenía la sensación de que la ansiedad le jugaba en contra, se desorientaba y entonces, los mínimos gestos cotidianos podían ser un error, el camino hacia vaya a saber qué posibles desconciertos. ¿Qué estaría haciendo mal?
Ya era tarde. Zulema y Andrea avanzaban por el jardín. La niña se unió a Pablo, los dos observaban a Ernesto armando la pileta. Zulema se acostó en una reposera. Alma la imitó.
–Todavía estoy vestida de ciudad –dijo. Señaló la pollera y las sandalias que llevaba. La amiga la miró de arriba abajo, escrutándola como suelen hacerlo algunas mujeres.
Era esa hora imprecisa que vibra al unísono de melancolías y añoranzas. El aire se espesaba, millares de gotas invisibles lo hacían denso y velos azules, uno sobre otro, iban apagando el día. Ernesto, sentado en el pasto, lidiaba con los anclajes de las patas de la pileta al caño perimetral. Zulema miraba. ¿A quién? Alma no podía saberlo. Veía la cabeza de su amiga vuelta hacia él. No tardó en sentirse invadida. Decididamente, se había apurado a invitarla; la conversación avanzaba como un auto viejo por un camino poceado; Zulema bostezaba y Alma estaba allí, en la reposera, sin conseguir relajarse ni disfrutar del atardecer.
Ernesto terminó de armar la pileta y entró a la casa. Cinco minutos después salía y tomaba una bicicleta.
–Voy a lo de Sánchez –explicó al alejarse.
Fue un segundo. Alma se quedó con la imagen de su esposo en bermudas y alpargatas sin alcanzar a decir palabra. Se sintió culpable. Ella ahí, tirada hablando tonterías, y él atento a la cena: habrían olvidado traer el pan o alguna otra cosa.
Los contornos de las plantas y los tejados vecinos se volvían más borrosos a cada minuto; el aire más fresco y el silencio más extendido. Zulema y la hija se fueron. Pablo, al faltar su amiga, notó la ausencia del padre. Fue hacia la calle. Alma lo siguió, intentó convencerlo de que entraran a la casa.
–Quiero ir con papá –repetía Pablo.
–Papá se fue –contestó resignada. Sabía que Pablo se enojaría. Tenía tres años y aunque ya era capaz de comprender a la perfección que si el padre se había ido, no podía llevarlo con él por más que protestara, estaba cansado y no entendería razones.
–¡Quiero con papá! –reclamó. Se echó a llorar. Se puso en cuclillas y golpeó el piso. Después corrió hasta la calle y se quedó mirando en dirección a la salida.
Alma lo alzó, le habló, le explicó. Siempre la conmovían las lágrimas resbalando por las mejillas de un hijo, aunque el motivo fuera un capricho imposible de complacer. No hubo lógica que valiera.
–¡Papá! –continuaba llamando Pablo. Alma intentó calmarlo con caricias. Entonces él, fuera de sí, le pegó y se puso a darle patadas. Alma lo bajó de los brazos. Su hijo volvió a mirar el camino de ripio, a agacharse, a golpear.
El hijo del vecino, un pelirrojo de unos once años, se acercó curioso.
–Llora porque el papá se fue a lo de Sánchez –explicó Alma.
–¿ A esta hora? Está cerrado, vengo de ahí. ¿Uh, a dónde va a tener que ir? –dijo el chico. Conocía bien la zona porque la familia vivía en el barrio en forma permanente. Alma no se animó a preguntarle dónde había otro almacén. Pablo se había callado. En cuanto el pelirrojo se alejó, volvió a llorar con fuerza. Alma lo alzó de nuevo.
–Papá ya va a venir –dijo en un susurro.
¿Acaso podía asegurarlo? Si el autoservicio, que quedaba a sólo dos cuadras de la entrada, estaba cerrado, su marido habría ido hasta el pueblo, o más lejos, por caminos de tierra, entre pajonales mal iluminados… Por la ruta, de noche, en bicicleta. Se le apareció la última imagen de Ernesto, las bermudas que recién reemplazaban al pantalón de la oficina, las alpargatas negras, los pies tan frágiles en ellas, casi descalzos…
Miró el reloj pulsera: debían haber pasado más de veinte minutos desde que se fue. Tenía que haber ido más lejos. ¿Adónde? Pablo lloraba. Le ofreció dar una vuelta a la manzana, ver si veían una lechuza. La idea lo serenó. Para ella también sería bueno caminar, estaba inquieta.
Por un poco de pan… ¿Cómo lo había olvidado? Hacía un año que Alma había renunciado a su trabajo, se ocupaba sólo de las tareas domésticas, podría haberlo hecho mejor. Si a la hora de preparar las cosas, hubiera pensado cinco minutos… ¿Un detalle tan trivial podía cambiar la vida de la familia? ¿Y él? Esa omnipotencia suya… Irse así, de repente, solo, en bicicleta, teniendo el auto a disposición, estacionado. Se vio a sí misma yendo a buscarlo, los faros enfocando yuyos y basura por los andurriales, hasta que de pronto iluminaban el cuerpo lastimado, inerme, en un zanjón… No, no era posible. Y sin embargo… los pensamientos de Alma, desbocados, galopaban hacia regiones hostiles. Si no hubiera invitado a Zulema, si no se hubiera distraído de sus obligaciones… ¿Qué iba a ser de ellos si algo le pasaba a Ernesto?
Entrevió la propia soledad, el ánimo desfallecido, inexistente para contener a sus hijos. ¿Podría mantenerlos sola? ¿Dónde estaba el mayor? Ya debería haber vuelto… Miró el cielo agujereado de luces. Pensó en los navegantes, lejos de la costa, en medio del mar. ¿Cómo podían orientarse al ver las estrellas?
Pablo se había calmado. Los dos eran tan pequeños caminando bajo la bóveda negra. Y era tan grande el silencio que, más allá de las sombras de las plantas, lo cubría todo. Apretó los dedos dóciles de su hijo entre los suyos. Ahora, era como si él la llevara de la mano.
Llegaron a la esquina. Antes de doblar, Alma se volvió a mirar la casa. Fugaz, como el sueño que se olvida en un parpadeo, la rueda de una bicicleta desaparecía detrás de las matas de flores, rumbo al jardín.
María José Eyras
María José Eyras nació en Buenos Aires. Desde hace algún tiempo ya, decidió migrar de la arquitectura al oficio de escribir. En esa migración asistió a distintos talleres literarios y cursó la carrera de Escritura Narrativa en Casa de Letras.
Dos de sus cuentos, entre ellos “Un detalle trivial”, fueron premiados en el Concurso Interamericano de Cuentos de la Fundación Avón. Integró las antologías Palabras en torbellino (2004), Primera antología de cuento breve (2006), Ediciones del Árbol y Mujeres con pelotas (Ediciones del Dragón, 2010). Participó en los dossiers de la revista virtual No retornable.
Su primer libro, La maternidad sin máscaras ( Grupo Editorial Planeta) se editó en 2008. En la actualidad prepara un volumen de cuentos, coordina talleres de lectura y colabora en suplementos literarios. Su blog es Ay Candela!