Traductores: Ariel Dilon

La delicada relación entre escritura y traducción, ése es el centro en torno al cual gravita el diálogo con este traductor, escritor, editor y periodista cultural. Nos cuenta desde sus comienzos, cuando traducía sólo para sí mismo en una vieja casa en Uruguay, hasta su último proyecto publicado, Mecánica de François Bon. Además, traduce en exclusiva para La balandra al autor suizo Henri Roorda, virtualmente desconocido en el país.

–¿Cuál fue tu primer vínculo con la idea de traducir un texto? ¿Cuál fue la razón, si es que la hubo, que te llevó a ser traductor?

–De niño yo creía en la cultura: era mi faceta “integrada”, que incluía la idea de que había que hablar en lenguas, cuantas más, mejor. Cuando en la adolescencia se afirmó mi lado “apocalíptico” (la noción de que algo más vital se juega en los pliegues y quiebres del lenguaje), apareció la literatura como campo de esa dislocación. Me digo que acaso traducir haya sido, sin que me diera cuenta, una manera de articular esas dos facetas mías. Pero el primer vínculo con la idea concreta de traducir deriva de la gratitud, del cariño que uno le toma a aquel o aquella (en general un mero nombre) que nos habilita los goces de un libro extranjero. Surge también de la admiración que desde chico profesé por escritores de los que fui sabiendo –al interesarme en sus vidas o al tropezar con sus versiones de otros escritores admirados– que también han sido traductores. Así, en la prehistoria de este vínculo, como en todas las vocaciones, hay un movimiento de imitación. Me acuerdo de un personaje de Saer (creo que en Cicatrices) que está traduciendo lenta y parsimoniosamente un libro, para él nomás. Y yo primero lo intenté para mí mismo. Un tiempo que viví en Uruguay, solo, a los veinte años, en una vieja casa que mi familia tenía allá, me puse a traducir un libro que había leído muchas veces, es decir que ya estaba traducido: El extranjero, de Camus. No tenía a mano un ejemplar en castellano, pero sí el librito en francés, que me habían regalado, y quise volver a leerlo allí, cerca del mar, donde lo había descubierto a los quince años. Traducir ayuda a fijar la lectura, cuando uno sostiene con dificultad las estructuras gramaticales al mismo tiempo que va descifrando una a una las palabras que la informan. Además, quería averiguar si era capaz de traducir. ¡Qué difícil, Camus! Pocos escritores más difíciles que los que parecen fáciles. Y no tenía un buen diccionario a mano. Abandoné a las pocas páginas, con el amor propio vapuleado. No estaría mal, hoy, treinta años después, volver a Camus.

–¿Tuviste maestros que hayan sido claves en tu desempeño profesional?

–He tenido maestros de escritura, de periodismo cuando lo practiqué más, de edición al empezar a hacer ese trabajo. Pero nunca tuve, al menos no cuando habría podido necesitarlos, acceso a los consejos de un traductor chevronné, como dicen los franceses: un traductor curtido, que se ha ganado sus “galones”. Uno de ellos, Víctor Goldstein, me ayudó a descifrar alguna vez un giro oscuro. Pero no fue “clave” en el sentido de esta pregunta, porque yo ya estaba “en la mitad del camino de mi vida” de traductor. Mis maestros de traducción son todos los escritores que he leído, incluyendo a los que traduje.

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