El escritor como lector: Miguel Vitagliano

Editor de la revista Escritores del mundo, novelista, ensayista, catedrático y uno de los faros literarios de su generación, el autor de Los ojos así (novela que recibió en 1996 el Premio Anna Seghers, que distingue anualmente en Berlín la obra de un escritor latinoamericano), Vuelo triunfal y Tratado sobre las manos, entre muchos otros títulos, repasa sus lecturas amadas. La experiencia de poner el lápiz y el cuerpo en los márgenes de libros ajenos, el primer vínculo con el acto de leer y el encuentro con los textos que lo acompañan cada día, en esta entrevista que pareciera dar fe sobre el postulado: “cuando uno lee tiene las manos abiertas”.

–¿Se leía en tu casa? ¿Se hablaba de libros?
–Había libros en mi casa y mi padre leía. Pero las conversaciones importantes no eran en torno a los libros, sobre todo cuando yo era chico, sino sobre el teatro. Mi padre era actor y con mucha frecuencia me llevaba al teatro. El lenguaje cobraba cuerpo en el teatro. De todos modos, si yo podía elegir mi lugar preferido para ver una función, me decidía por las bambalinas. Ahora pienso que se trataba de la posición más cercana a la de un lector.

–¿Cómo aprendiste a leer?
–Simulando a los cuatro años ante mis padres que había aprendido a leer por mi cuenta. Abría el libro y comenzaba a imaginar. No me resultó fácil después desaprender lo que tan bien había aprendido solo. ¿Cómo saber en qué preciso instante se pasa de no comprender a comprender lo que uno está leyendo? Un extraño convencimiento subyace en ese acto. Nunca desaprendí por completo aquello que había aprendido. ¿A qué llamamos entender un texto? La lectura puede concebirse como un acto de pasaje a otro mundo, pero también como un acto de apropiación de ese mundo.

–¿Cuándo descubriste el placer de leer, esa sensación de conseguir intimidad con un texto?
–Leía una historieta, tenía cinco años. Estaba sentado en el último escalón de una altísima escalera que daba a un pasillo que parecía interminable. Empecé a leer de día, y cuando levanté la cabeza ya había anochecido. Ni en ese momento supe cuál era la historia que contaban esos cowboys y, sin embargo, tuve la sensación, y permanece aún hoy, de que había descubierto algo, una máquina extraña de fabricar mundos y llevarlos conmigo.

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