Cuento · La casa y el arco
Por Javier Fernández
Al mismo tiempo que la vieja Fátima se ató una soga al cuello y saltó desde un banquito en su casa, terminaron, sin que yo lo supiera en ese momento, mis esperanzas de convertirme en futbolista. Cuando la vieja saltó –justo ahí– yo pateaba una pelota, con viento en contra y todo, y haciendo saltar un poco de tierra seca y un poco de pasto, movía el pie, el aire, la pelota y el destino para meterla en un ángulo como nunca más pude volver a hacerlo. Era la primera y última vez que iba a sentir la perfección hecha gol en la punta del botín. El gol irrepetible; monumental, exquisito. La pelota tocó el travesaño y el palo derecho al mismo tiempo y bajó con una fuerza poco común, inverosímil. Dinamizada por algún fantasma de potrero, creo. Golpeó el ángulo y cayó. Y cayó –y esto lo supe mucho después–, al mismo tiempo que Fátima. La diferencia, supongo, fue el festejo. Nunca se me hubiera ocurrido, que ese, de alguna manera, también era mi final.
A Fátima le decíamos “vieja” a pesar de que no superaba los cuarenta años. En esos días, cualquiera que tuviera más de veinte ya era mayor de edad para nosotros. Nuestro grupo contaba con chicos de entre trece y catorce. Sólo yo tenía uno menos que el resto, y por ese abismo de tiempo que parecían ser doce o veinticuatro meses, muchas veces me quedaba afuera de las conversaciones. Cuando eso pasaba, yo permanecía en silencio, algo apartado, haciendo que buscaba algo en mis bolsillos o atando mis cordones.
La casa donde ella vivía quedaba justo enfrente de la mía y era una casa alta y quieta. No es que las demás casas tuvieran algún tipo de movilidad, pero la de la vieja Fátima me daba la impresión de que poseía una permanencia, sobre sus bases, particular. O al menos, eso me causaba verla. Era lo estático, lo rígido. Como si la altura, distinta a la de las demás casas del barrio, le diera una firmeza inalcanzable para el resto. Mirarla era mirar un obelisco, una estatua, una construcción antigua y poderosa. Eso pensaba yo cuando me quedaba a la noche, desde mi ventana, mirándola, quieta y solitaria, ahí, plantada al otro lado de la calle. O pensaba otras cosas, más simples, menos rebuscadas, pero con la misma intensidad. Supongo, es la quietud que reflejan todos los misterios; lo distinto, ajeno o impenetrable. Mirarla era mirarme en un espejo, oscuro y premonitorio. Su aspecto era igual a la quietud con que yo recorría los pasillos de mi casa: pasmado, ausente, con una impresentable cara de boludo atada como una máscara. Su forma inalterable era semejante a esa cara que yo ponía cuando mi padre, por algún motivo, me gritaba desde alguna silla; desde el patio, en una reposera, moviendo una lata de cerveza en la mano, siempre borracho.
Ahora, cuando recuerdo aquel gol, pienso instantáneamente en la muerte. Quién iba a suponer que el mérito de lo irrepetible me iba a conducir al camino de la insatisfacción y el abandono. Al rencor creciente contra mi padre –ese señor de camisa y aliento a alcohol por las mañanas– y a la tragedia que se suscitó, inmediatamente después de que se rompiera un vaso y alguien gritara. No sé si yo. No sé si él. No sé si los muchachos en el recuerdo de aquella canchita a la vuelta de casa o la vieja Fátima, antes de saltar.
Pero, tal vez –y lo pienso ahora–, ese gol no fuera lo irrepetible, sino, una forma de lo absoluto.
Lo que pasó luego fue la anulación de toda mi felicidad, lo que se suponía, debía esperar. Ese poder, logrado con el tiro justo hacia un arco, de a apoco, como en cuotas, me fue devuelto con la cara de todas las indiferencias; la inutilidad del no poder. “Qué vas a hacer, vos, nene, si no la ves ni cuadrada. Si vos no podés”, como me decía, entre dormido y borracho, mi padre. Así se me devolvió la pelota en casa, desinflada e inútil. La proeza aplastada por el estigma.
La cosa es que todos los que estábamos en el potrero ese día, sí lo supimos. Y festejamos, mi equipo y yo, un tiempo largo. Una semana, un mes, una vida. El gol que se enmarca para quedar, eterno y polvoriento sobre la repisita de la habitación. Ese día fue el que nadie pudo conmigo, con esa pelota doblándose en el aire como si una mano invisible la llevara hacia su destino milagroso. Dos a uno sobre el final.
Cuando la policía llegó, sonando por la calle de tierra –que era también mi calle–, yo seguía en la canchita; en camiseta, transpirado. Todavía pateábamos una pelota descosida, pero ya, fuera de partido. Éramos unos pocos, sólo el grupo de amigos. Nos poníamos a media distancia, contra el arco vacío y jugábamos, buscando esa perfección, ese gesto de lo absoluto que fueron nuestras caras, y sobre todo, las de nuestros rivales. El equipito de la avenida Rivadavia.
Pateábamos hacia el arco vacío, y atrás, una tormenta se anunciaba. Un grupo de nubes avanzaba desde el fondo del cielo turquesa como las sirenas de la policía y todos esperábamos que al menos, cayeran unas gotas. Todavía no sabíamos lo de Fátima, así que pateábamos, maltratando impunemente la pelota. El calor era increíble. Fue el verano más caluroso que recuerdo.
A Fátima le decíamos vieja y a mí me decían “nene”. Así me decían mis amigos y mi padre: “nene”, como marcando un distanciamiento. Como si fuera el último en llegar; el iniciado eterno en la logia de alguna extraña madurez que yo no comprendía. “Che pibe”, parecían decirme todo el tiempo. ¡Che nene! Y así me sentía yo, con la bronca en la mirada. Sólo mi madre me decía Martín. Martincito; así me decía mi madre. Me acuerdo. Para ella era su chiquito, su Martincito. Pero eso era antes, cuando ella todavía me hablaba. Antes del vaso roto, antes de los gritos, antes que me enfrentara con mi padre en la cocina de mi casa.
La vieja Fátima cayó, atada con una soga al cuello. La pelota descosida, después de dar en el ángulo, también cayó, arrastrada por el fantasma de lo absoluto en el potrero. Esa canchita de la vuelta de mi casa.
Fátima había sido actriz, con algunos éxitos teatrales y televisivos. Pero dicen, la depresión y el instinto suicida son hereditarios. Aparentemente, su padre, su hermana y una abuela se habían suicidado de la misma manera. Y ella, después de algunos años sin trabajo, terminó igual. Terminó como yo con mis anhelos de convertirme en futbolista. Porque, después de ese gol, nunca, pero nunca más pude superarlo. No la llamaban a Fátima para actuar, como el arco, con su ángulo perfecto, no me llamaba a mí. Y el odio de no convertir, de no igualar esa proeza y, escuchando, de fondo, la voz de mi padre, diciéndome, borracho y a los gritos, que no podía, que nunca iba a poder, me dejó a medio camino de todo, quieto, como la casa de Fátima al otro lado de la calle; ridiculizado, a un paso de la vida. Y yo, no pudiendo con la voz que me decía, sin parar, repitiéndose, quebrada sobre el rectángulo de tierra que era la canchita, llegando como llegaba ese día la tormenta; de fondo, sin piedad, sin razón de estar ahí pero estando: “No podés”, “vos sí que no podés, nene”. “Vos nunca vas a poder”; y así llegaban las palabras, una a una, lentas y furiosas, como las gotas, como la tormenta y el cielo turquesa. Y yo, al final, no pude.
Después tampoco pude con otras cosas. Como si estuviera muerto. Era esa clase de no poder, así era. Como si ese día hubiera sido yo el que saltaba del banquito, con la soga, apretada mortalmente alrededor del cuello. La casa de enfrente era mi quietud, el banquito mi vida; mi padre, la soga que se aprieta en la caída.
Más tarde, todo fue como si nada. La tormenta llegó con las sirenas de la policía. Los frentes de las casas se iluminaron con las luces que desparramaron las patrullas. Yo corrí a ver. Todo el barrio se juntó ahí, en mi cuadra. El murmullo parecía un correr de hojas en la vereda cuando el otoño arrasa, pleno, con su nostalgia de soplar los días. Después llegó una ambulancia y la vieja Fátima se fue. Boca arriba, tapada, sobre una camilla ruidosa, traqueteando.
Mi padre, que también salió a ver, agachó la cabeza, tapándose la cara. Yo no entendía qué pasaba. Luego lo vimos desaparecer doblando en la esquina. Ese día volvió tarde, muy tarde. Mi madre no dijo nada.
Algo cambió en el barrio pero también en mi casa. Yo, en ese momento, no lo podía comprender. Lo supe más tarde por boca de gente que no tiene problemas en desparramar las intimidades ajenas. Mi padre, en algún momento de su vida, había mantenido una relación oculta con Fátima. Yo era muy chico para saberlo. Parece que él la adoraba ya desde antes, por su trabajo como actriz. La idolatraba y la deseaba. Tanto fue que, por un lado, sin irse jamás de casa, nos abandonó por ella, poco a poco. Nos miraba como se miran las sobras en el plato después de comer, como a la mugre, a mi madre y a mí. Lo único que a él le interesaba era Fátima. Pero ella, dicen, no sostenía en su hacer las mismas premisas amorosas que mi padre. Y así volvía él a casa, furioso por sus decepciones a descargarse con nosotros. A tomar, largas horas; días, años. Pero todavía no existía todo eso para mí. Lo único que yo veía eran las consecuencias: las borracheras y las palizas inmediatas.
Los días pasaron y la casa de enfrente, mirada por la frustración desencadenada por la perfección de aquel gol, de ese absoluto, se fue haciendo cada vez más pequeña, disipándose en mi compresión de sus límites, como una nube que se quiebra al chocar contra el cielo. Las paredes se cubrieron de musgo y tierra. El viento, perversamente estético, fue depositando papeles y bolsas de basura en los rincones, dándole, la forma exacta de la desolación. El tiempo muerto del silencio.
La casa, quieta, quebrándome en su imagen, fue un espejo; el reflejo oscuro de mi vergüenza. Pasaron tres inviernos y su sombra me vio crecer a imagen y semejanza.
Cuando mi padre ridiculizaba a mi madre, yo miraba, callado; aterrado por dentro como en un galpón lleno de arañas, atado, sin decir. Tres años desde la muerte de Fátima. Tres años donde papá se volvió más triste y más violento. Ya no sólo nos maltrataba en casa sino que lo hacía en la calle, ridiculizándonos frente a los vecinos. Y así fue también ese día, al principio. Veníamos del mercado y él no paraba de quejarse, insultaba a mi madre con un tono de voz que se podía escuchar de una vereda a otra. Yo llevaba las bolsas de las compras y trataba de caminar rápido para no recibir alguna puteada, reproche o cachetazo prometido. Cuando llegamos, mi madre rompió un vaso en la cocina y yo lo escuché desde el comedor. Dejé las bolsas en un rincón. El señor de camisa, que era mi padre, venía tomando desde temprano porque era sábado. El reloj marcaba las 22:35, así que llevaba casi diez horas intercalando vino y cerveza. Después se escuchó el golpe; tan típicamente de revés. “Toda la vida del alma es un movimiento en la penumbra”, como dijo el poeta, pensé. O pensé en algo más simple aunque no por eso menos verdadero. Y todo se me escapó. Como resbalando desde el mundo de lo inanimado; saliendo de aquella casa, reviviendo, de alguna manera, a la vieja Fátima para llevarla al teatro.
Enfrente estaba la vida, la inspiración; todas las elecciones como una flecha; todo el futuro contenido en un grito, en un revés volando en la penumbra; el vaso que había caído y la tormenta avanzando, desde el fondo, desde mí. Todo se escapó. El mundo fue un quiebre. Perdiéndome, tal vez, y sin saberlo, en la vida, como la luna afuera, templada, despuntando en el cielo como el presagio de algún apocalipsis. 22:35. Y un vaso estallando en la inmensa lucidez que aumentaba, cuando mi padre gritó algo. Las palabras eran confusas como si se repitieran, chocándose; pasando unas sobre otras, superponiendo sus sentidos, que eran, el mismo de siempre. Daba igual. Escuché su nombre en el torbellino. Fátima. Supongo que se le escapó. Fátima, Fátima, dijo. Luego dijo algo más y, como perdido, murmuró, “¡Dios mío!”, “por qué esto”, con un tono lúgubre, cansado.
En ese momento fue que algo parecido a una epifanía me recorrió como un rayo el cuerpo y las ideas. Qué lucidez tan profunda tuve, como abriendo los ojos con la claridad del día, como la seguridad de algún horror. Hice aparecer mi forma física, táctil, visible, entrando a la cocina mientras mi padre gritaba y mi madre retrocedía. Era como verme. Mi madre era, en ese momento, el espejo. Alejada de su cuerpo y de su mente; sosteniendo un repasador entre las manos, confusa, enfrentando la cachetada reiterada, los gritos. Todo sin decir, como yo, como toda mi vida.
Así que, como un fantasma, entré. Abrí un cajón y saqué un cuchillo. Uno de esos con mango de madera y serrucho sobre el filo. Mi madre tenías los ojos grandes y vidriosos. Mi padre se tambaleaba, gritando, levantando nuevamente una mano, preparando el nuevo impacto.
Sostuve el cuchillo con fuerza. Una mano sobre la otra y las dos juntas sobre el mango, haciendo una doble presión. Lo vi a mi padre y era el arco, el ángulo. Con todas las certezas haciéndose carne en él, pensé en reivindicar todos los errores. Levanté las manos y alguien gritó. No sé si él. No sé si yo. No sé si mi madre o los muchachos en el recuerdo de aquella canchita a la vuelta de casa. Tal vez Fátima, perpetuándose, alargando su muerte en mi vida, antes de saltar.
Un hilo rojo, profundo, cayó linealmente hacia una rendija, escapando, en quiebre hacia abajo, como todos.
Javier Fernández
(Narrador argentino, 1983)
Lector, escritor y librero, en ese orden. En el 2011 publicó Ausentalia, libro de poesía editado por Acercándonos Cultura. Sus textos fueron publicados en varías revistas literarias y en el 2012 fue uno de los diez ganadores del concurso Planeta Digital con el cuento “El regreso”, texto publicado en el libro Alte killer editado por el sello Booket. Actualmente trabaja en su librería, Factotum Libros, ubicada en la capital neuquina y en un libro de cuentos titulado Quiebres de próxima aparición por la editorial La letra Eme.