Cuento · Los otros muertos
Por Juan Cortelletti
En mi trabajo hay un sistema que nos informa la muerte de los colegas. Somos unos cinco mil empleados y la Dirección de Recursos Humanos, cumpliendo una función que supone noble, con frecuencia nos envía un correo electrónico como el que sigue:
“Asunto: Fallecimiento de Pedro Rodríguez
Texto: Lamentamos comunicar el fallecimiento del colega y destacado oficial contable, Pedro Rodríguez, acaecido en la madrugada del día de la fecha. Rogamos una oración en su memoria”.
Los correos me llamaron la atención desde que entré a la empresa. No sé cómo se maneja la cuestión en otros lugares, pero algo de este procedimiento que vuelve pública a la muerte en la pantalla de la computadora me resultó extraño desde el vamos.
Al principio pensaba cosas como esta: se murió un colega, qué desgracia, pobre hombre o mujer, qué terrible para su familia. Pero la frecuencia de los mensajes y sus especificidades –la hora en la que murió, por ejemplo– me terminaron arrastrando hacia reflexiones más retorcidas. Por ejemplo: se murió hoy a la mañana, ¿estaría trabajando, como yo, sentado frente a su computadora? Quizás se murió de un infarto, se desplomó sobre el teclado y sus compañeros de oficina escucharon un golpe seco y en unos segundos salieron a los gritos por los pasillos en busca de ayuda. Estaría tomando un café y habría sentido una molestia en el pecho, habría pensado no es nada, un dolor muscular, le pasa a todo el mundo, y en unos minutos su cabeza estaría volcada sobre la mesa, el café derramado y los papeles desordenados absorbiendo el líquido marrón.
La muerte como un sablazo inesperado, un evento fuera de agenda. A las once de la mañana, reunión en el piso ocho; a la una, almuerzo; a las tres de la tarde, entrega del informe financiero; a las cuatro, dolor de pecho seguido de muerte.
Nadie lo tiene programado. El hombre habría quedado en almorzar con un amigo o en jugar al fútbol a la noche, tal vez estaba enamorado y esperaba algún gesto de correspondencia, o debía dinero o planeaba un viaje. Imaginé a los familiares del flamante muerto en el momento en que recibieron la noticia. No los imaginé, los vi: su hijo saliendo del colegio a las corridas y la abuela parada afuera como una estatua, como el resto de los padres que reciben a los chicos pero sin sonrisa, esperando para contenerlo en un abrazo a tiempo; su esposa atendiendo el teléfono en una calle céntrica, atiborrada con bolsas de supermercado mal agarradas que terminan desparramadas en el suelo; sus amigos en el bar bebiendo un trago mudo.
O quizás no. A lo mejor ya sabía que le quedaba poco y en vez de dedicar sus últimos días a alguna actividad extraordinaria habría decidido, simplemente, no hacer nada. Bailar el ritmo de la rutina, ir a trabajar como cada mañana, repetir los días hasta el final. La molestia en el pecho tal vez no lo sorprendió, apenas habría balbuceado: por fin.
Con el tiempo, confieso, desarrollé un hábito reprochable: investigar al muerto. No era una tarea difícil, lo buscaba en el sistema interno, donde figuran los perfiles de todos los empleados de la empresa, con fecha de nacimiento, área en la que presta funciones, oficio o profesión y estado civil. Los datos avivaban la imaginación. Saber que era un abogado de cuarenta y ocho años, por ejemplo, me producía imágenes distintas a las de una recepcionista de sesenta y tres.
Recuerdo que una tarde me bajó la presión y tuve que acostarme en el piso –hoy no desayuné, mentí en la oficina– cuando leí que murió un joven de mi edad. “Martín Leguizamón, analista comercial de treinta y seis años. Rogamos una oración en su memoria”. Sentí una tristeza enorme, desproporcionada por tratarse de alguien que no había visto en la vida, con el que sólo compartía el año de nacimiento y el jefe. Pero así fue, un sentimiento lúgubre, de paso del tiempo, de oxidación. Nos estábamos muriendo todos y los avisos de la Dirección de Recursos Humanos no eran más que el registro administrativo de nuestra desaparición.
La misma noche de la muerte de Leguizamón me despertó una sospecha que me atormentó. En un insomnio transpirado, con los ojos abiertos al techo, hice memoria y mastiqué los hechos que me habían robado el sueño. Pensé que no era posible, que tenía que estar confundido, pero la idea era más fuerte que mi voluntad. Lo que al principio había sido duda y presentimiento se fue volviendo convicción bajo las sábanas desordenadas.
A la mañana siguiente, llegué al trabajo a las seis, dos horas antes de mi horario regular. Cuando pasé el control de ingreso pude percibir la mirada furtiva de los agentes de seguridad. Sin demora, subí a la oficina y prendí la computadora con un dedo tembloroso. Tenía hasta las ocho para imprimir todos los mensajes y verificar mi conjetura.
Con prolijidad casi obsesiva, armé pilas separadas con los correos electrónicos correspondientes a cada mes de los últimos dos años. Cuando la última hoja estuvo en el último montón, la conclusión fue visual e inmediata: de manera paulatina pero constante, la cantidad de avisos se estaba incrementando. Al principio eran uno o dos por mes, pero la cifra había aumentado con el paso del tiempo hasta alcanzar el número absurdo de trece mensajes fúnebres. Parecía imposible, pero allí estaban las pruebas, ordenadas sobre el escritorio de madera. Trece lamentos de la empresa, trece pedidos de oraciones, trece fallecimientos en treinta días.
El descubrimiento me alteró por completo. ¿En verdad nos estábamos muriendo? Tenía que respirar hondo y pensar con cordura. Cerrar los ojos unos minutos, tranquilizarme. Sí, estaba cayendo en suposiciones delirantes y, como siempre ocurre, debía haber una explicación racional. Podía ser un error informático o una broma de mal gusto, entre tantas posibilidades. Recursos Humanos me haría llegar una versión lógica que aclararía cómo habían sido los hechos.
Abrí mi casilla de correo y escribí:
“Estimado Director:
Tengo el agrado de ponerme en contacto con usted para consultarlo por una inquietud. He notado que vuestro servicio de mensajes relativos al fallecimiento de nuestros colegas, muy valioso para todo el personal, sigue un patrón especial. Quizás esté equivocado, pero tengo la impresión de que la cantidad de correos electrónicos que recibimos aumenta todos los meses, desde hace dos años. Es decir que, por ridículo que pueda parecer, los avisos estarían indicando que cada vez hay más compañeros que mueren. Este incremento puede ocurrir por azar, por supuesto, durante un número limitado de meses, pero es extraño que se mantenga la misma conducta por dos años, como parece haber ocurrido.
Sin más, sólo por curiosidad, le agradecería que me aclaren el error.
Atentamente,
Ramiro Serafini
Oficial administrativo
Piso 12 – Auditoría”
Cuando apreté “Enviar” me invadió una sensación de alivio, como si con ese gesto hubiera espantado los pensamientos obscuros para refugiarme en un universo luminoso y previsible. Estaba seguro de que durante la mañana me llegaría una aclaración, quizás en tono jocoso por tratarse de algo obvio que yo no había advertido, o tal vez me llamarían por teléfono para tranquilizarme.
Las horas pasaron sin novedad. Estaba relajado, aunque actualizaba mi casilla de mensajes con mayor frecuencia que la normal. Tomé café, entregué un informe comercial y hablé por teléfono con un amigo.
Cerca del mediodía, antes de salir a almorzar, revisé el correo otra vez. Entre los mensajes que entraron, figuraba éste:
“Asunto: Fallecimiento de Ramiro Serafini
Texto: Lamentamos comunicar el fallecimiento del colega y destacado administrativo, Ramiro Serafini, acaecido en el día de la fecha. Rogamos una oración en su memoria”.
Me reí, me mordí los labios, miré hacia los costados y señalé el monitor como si hubiera descubierto una broma. Lo volví a leer, repasando mi nombre letra por letra para asegurarme de que no hubiera entendido mal.
Decía Ramiro Serafini.
De pronto me descubrí pesado, clavado en el asiento. Sentí los huesos y articulaciones como si fueran de metal. Intenté responder el mensaje pero mis manos se movían en cámara lenta, volaban temblorosas por encima del teclado sin poder tocarlo. Me levanté del escritorio y caminé como un robot hasta la sala de reuniones, donde mis compañeros estaban almorzando. Tomé el picaporte y tiré con fuerza, pero no logré abrir la puerta. Estaba trabado. Pude escuchar risas en el interior, las voces de mis colegas y el ruido de los cubiertos, pero eran sonidos distantes. Salí al pasillo: la gente caminaba apurada, llevaba papeles, se tomaba el ascensor. Pasaban a mi lado como si fuera una estatua.
Me quedé aplastado contra una pared, pensando en mi familia. Vi a dos chicos entrar a la oficina con un carrito y, minutos después, salir con mi computadora y mis libros. Más tarde vino un hombre de mantenimiento a tirar papeles y limpiar el lugar.
Bajé por la escalera hasta el hall central y salí a la tarde lluviosa. Frente a la empresa observé a un grupo de hombres borrosos, cuerpos sin contorno. Algunos estaban levemente despegados del suelo, con los empeines de los pies estirados en busca del contacto con la tierra. Sus rostros me resultaban familiares. Caminé hasta ellos con timidez y me saludaron con sonrisas y sin sorpresa. Bienvenido, dijeron.
Desde aquel día, soy amigo de los otros muertos. Conversamos, recordamos y, sobre todo, aguardamos con paciencia que salgan los nuevos, los recién avisados. Dejamos que nos vean y nos escuchen, y entonces les contamos la verdad.
Juan Manuel Cortelletti
(Narrador argentino, 1976)
Periodista, por la Universidad Nacional de La Plata, diplomático y narrador. Se formó en narrativa en diferentes clínicas y talleres literarios. Sus textos han sido publicados en diarios y revistas nacionales y regionales. Su obra “Las verdades de Nanking” obtuvo una mención especial en el concurso nacional “La cultura del trabajo”, organizado por el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica Argentina, en 2007. Giros en el vacío es el título de su primer libro de cuentos, de próxima publicación. Vivió dos años en Hanoi, Vietnam, y actualmente reside en Montevideo.