El escritor como lector: Leopoldo Brizuela

Su primera obra, Tejiendo agua, escrita a los dieciocho años, se alzó con el Premio Fortabat, inaugurando a la vez su trayectoria de escritor y un camino de reconocimientos importantes –por las novelas Inglaterra, una fábula y Una misma noche, entre muchas otras–. Hoy, este platense devoto de María Elena Walsh, y cuya obra trasciende fronteras, repasa sus lecturas, desde las iniciáticas a las más recientes, dejando en claro que también podría obtener un lugar en el podio de los lectores intensos.

–¿Se leía en tu casa? ¿Se hablaba de libros?

–Mi madre leía mucho, diarios sobre todo. Venía de una familia inmigrante, obrera y anarquista que apreciaba mucho la instrucción, no como forma de ascenso social. En ese estrato se creía, casi supersticiosamente, que el conocimiento te hacía libre. Había un desprecio altivo por todo tipo de lujo; aun en las épocas de bienestar económico, teníamos sólo dos prendas de cada tipo, dos pantalones, dos camisas, dos overoles: mientras usábamos una, se lavaba la otra. Pero libros yo tenía todos los que quería. Los que me pedían en la escuela y los que se me antojaba tener.

–¿Cómo aprendiste a leer?

–Supongo que con los juegos que inventaba mi madre, que era maestra (y muy avanzada, teniendo en cuenta que nació en 1920). Hace poco, en su velorio, una amiga me contó uno de esos juegos que ella inventaba para enseñarme a leer. Parece que dibujaba las vocales en tarjetas enormes que escondía en algún lugar de la casa. Después me desafiaba a encontrarlas: una especie de escondida para niño solo; cuando yo encontraba la tarjeta, bajo un almohadón, adentro de un florero, y se la devolvía a mi vieja, ella me enseñaba el sonido de esa letra que había encontrado. Habré aprendido así, jugando. Recuerdo que un día, yendo con mi padre en el auto, él, medio perdido, se preguntó por dónde andábamos y yo, sin darme cuenta, le dije el nombre de una calle.

“María Elena Walsh me prestaba o regalaba libros que me marcaron para siempre: de Carson McCullers, por ejemplo, que fue mi gran pasión cuando comencé a escribir. Desde el sillón en que me sentaba cuando me recibía, yo miraba la biblioteca sin distinguir los títulos, sintiendo que había libros igualmente bellos que me esperaban”.

“Leer en voz alta era ayudar a percibir que todo texto literario es una partitura para la voz –hablada o mental–, esa que resuena en nuestra cabeza cuando vamos leyendo”.

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