Cuento · Viaje al país del padre

Por Natalia Brandi

El viaje empezó por esas  cosas que se dicen sin pensar.

–¿Te puedo acompañar?

Mi papá levantó la vista del plato y me miró, se secó la salsa de la boca un poco con la servilleta y otro poco con la mano y absorbió el tramo final de los espaguetis que en el balanceo le volvieron a manchar la pera. Antes de que él respondiera, mi cabeza sacó un látigo y me castigó la lengua, que se entumeció de golpe. Me empezaron a arder los ojos, los abrí y los cerré aprentando fuerte los párpados mientras oía  en boca de papá la feliz afirmación y por detrás la advertencia:

–Sí, claro. Por supuesto que sí. Si Diego te deja.

Cómo no me iba a dejar Diego, por estos días lo único que Diego quería era verme lejos. Se quedaría diez días sólo con los chicos, nunca le costó cuidarlos, los tres lo quieren más que a mí. Yo no sé por qué dicen siempre que la madre es la madre. Mis chicos tienen debilidad por su padre y es recíproco. Unos días en Italia, sin gastar un peso, sería como un salvadidas inflado de oxígeno para nuestra relación al borde del naufragio.

Pedí los días de vacaciones en la oficina a cambio de todas las horas extras de fines de semana que jamás me habían pagado, me compré un bolso de mano, actualicé el pasaporte, llené el frizer de congelados, dí tres besos y medio y me fui.

 

En el aeropuerto disfruté los beneficios de ser la acompañante de un pasajero frecuente, hundida en el sillón de pana azul, revolvía el capuchino mientras papá monologaba en mi cara las ventajas de ser el abogado del consulado y poder viajar a Italia seis veces al año para visitar a sus padres. Me contaba el caso del viejo al que le tramitó la pensión de guerra, de la sucesión de un tano dueño de una flota de camiones de Ituzaingó, del divorcio de esa pareja de inmigrantes. Sin esperar ningún gesto de atención de mi parte, sin detenerse a observar al interlocutor –que en este caso era su hija– seguía con sus relatos de cuando abrió en el microcentro porteño el bar para fumar habanos. ¿Cómo hacía mi mamá para soportar dormir en la misma cama con un hombre y su ego? Tal vez el cederme su lugar en este viaje representara una vacaciones para ella, que lo acompañaba a todos lados: desde ir a visitar un viejito al medio de La Pampa para tramitar la pensión italiana, hasta las conferencias sobre inmigración en San Pablo. Nunca lo pierde de vista, pensé mientras la mirada de papá se perdía en el escote de la moza.

–¿Por qué mamá decidió no viajar esta vez?

–Por el mismo motivo que Diego te dejó venir a vos.

La sonrisa sarcástica se le endulzó cuando me acarició la cara, era su máxima señal de disculpa.

Anunciaron que el vuelo venía demorado, papá decidió ir al Free-Shop y yo pedí un licuado de frutilla, un tostado y abrí Madame Bovary. Al rato, la frustración melancólica de Emma me enterró bajo la pana azul, decidí cerrar el libro y volver a la superficie. Le mandé un mensaje por celular a Diego (“embarque ok, en un rato salgo. bss a los chicos”). No me respondió. Entré al local absorbida por el vaho a perfume de aeropuerto. Una mujer le prestaba la mano a otra porque se había quedado sin piel para probar todas las muestras gratis, dos nenes arrastraban el canasto repleto de chocolates violetas. En el fondo lo ví, conversaba muy locuaz con la promotora de cremas antiarrugas. La chica le revoleaba los ojos, aunque papá todavía no había llegado con la vista tan arriba. Las cremas no le cabían en las manos.

–Papá, te ayudo –le dije. Se sorprendió, menos por mi mirada que por la palabra   “papá”.

–Decime Julián, por favor –me rogó mientras nos agachábamos juntos a recoger el autobronceante que se le había caído. La promotora puso toda la compra en una bolsita naranja y le agradeció con el regalo de un aftershave y el contoneo de su cadera cuando se fue.

Salimos justo a tiempo para embarcar, nos apuramos para llegar a la fila, me contaba todas las actividades sociales que tendría en Roma y en Milán, le mentía con mis ojos pero mis oídos eran más sinceros y no escuchaban una palabra, por eso pude oír cuando nombraron nuestro apellido. El vuelo estaba sobrevendido y los pasajeros frecuentes serían ubicados en primera clase.

A los catorce años viajé en avión por primera vez, el destino siempre fue el mismo: Italia.

–¿Te acordás la vez que viajamos todos juntos para conocer a los nonos? –le pregunté.

Cada vez que había pedido un juguete o la entrada al Ital Park, la respuesta había sido: “No se puede, estamos ahorrando para ir a Italia”. Tantos años escuché la ponzoñosa frasecita que, el día que viajé a Italia para conocer a mis abuelos, el veneno me había convertido en la nieta más odiosa del universo; me salvó el hecho de ser extranjera, mi antipatía fue tomada como extravagancia sudamericana infantil.

–¿Te acordás de nuestro primer viaje? –insistí.

–No me acuerdo mucho, trabajaba tanto esos años –me respondió.

Pero yo sí me acordaba. El látigo volvía a castigarme, cada chasquido era un recuerdo:  las naúseas que tuve la primera cena en la casa con olor a establo, la comida que se enfriaba hasta que mi abuela terminaba de rezar el rosario y los eructos de mi abuelo; las disculpas de mi madre: es un poco tímida, no entiende el idioma, extraña su casa. Era la perfecta embajadora entre su callada hija y esos campesinos. Hacíamos tiempo en los museos mientras papá se reencontraba con sus amigos de la infancia en algún bar.

Ahora yo elegía el vino para la cena y en mi cabeza retumbaba la palabra desconocido. Mi papá conversaba con un grupo de adolescentes italianos que le hacían escuchar la música moderna de allá. Cenamos casi en silencio, elogiamos la comida. Tuve que escucharlo darme cátedra sobre la calidad de la harina y las especias de la península; como si hubiera adivinado mi hartazgo, condimentó la oda a la cocina italiana con el reconocimiento a los vinos mendocinos. Me serví el final de la botella, lo tragué de un sorbo y  dije:

–Desconocido.

–Sí, es una bodega nueva.

El aire de Roma era helado, papá respiró hondo y empezó a hablar un italiano suave y acompasado, la cara opuesta de su castellano en el que una palabra se tragaba la otra sin masticar. Nos subimos al auto de mi tío, ellos dos adelante, yo sola atrás. El viaje hasta la ciudad de Ancona se hizo lento, las nubes bajas cubrían los picos de los Apeninos y dificultaban la visión, la ruta estaba congelada y las cadenas marcaban el paso de las ruedas. Papá servía el café que mi abuela nos había preparado para el viaje. Había almendras, pan y queso. Desde atrás los veía comer y charlar sobre el tiempo pasado y la vejez de sus padres. Eran muy parecidos entre sí, aunque mi tío hablaba más alto, era más canoso y arrugado, con las manos  gruesas y curtidas. Le contaba  sobre una cooperativa que habían armado en la fábrica, papá lo escuchaba y cada tanto se reía, me miraba y  volvía a reír.

Llegamos a Ancona, sin bajar las valijas, fuimos a la casa de mis abuelos, que ya no vivían en el campo, se habían mudado a la ciudad. El brillo de la nieve en el asfalto se reflejó en los ojos de papá que se derretieron entre los brazos de su madre. Mi abuelo le acariciaba la cabeza  y decía: Avvocato nostro, ben ritornato. Pasamos a la cocina, el vapor de la sopa empañaba los vidrios, y el vino casero, nuestros corazones. El cansancio entorpecía mi italiano que nada tenía que ver con el dialecto de mis abuelos. Yo lavaba los platos con un poco de agua y menos detergente en una olla, como sabía que lo hacía mi abuela, ella miraba las fotos que le había traído de mis hijos. Entonces fue al dormitorio y al rato trajo una foto de cuando papá era chico. Era cierto, se parecía a mi hijo menor.

Después mi tío nos alcanzó hasta el departamento que papá tenía frente a la plaza. La cocina era un poco estrecha, había un solo dormitorio, pero el living tenía un sillón-cama. Papá me dijo que guardara mi ropa en la parte del ropero que habitualmente usaba mamá pero me arreglé con los cajones vacíos de la cómoda del living. Él casi no había traído ropa, sólo regalos y documentación para sus reuniones, viajaba tan seguido que tenía el placard equipado. Me preguntó dónde prefería dormir. Demoré en hallar la obvia respuesta:

–En el living estoy bien.

–Como quieras –me respondió en italiano.

Cuando desperté el olor al café me indicaba que él ya se había levantado, y el olor del perfume, que ya se había ido. En una nota me decía que pasaría la mañana en los bancos y que no almozaríamos juntos. Llamé a Diego para avisarle que había llegado bien, pero nadie respondió.

Caminé bordeando el muro del puerto. Mis ojos, habituados a la bravura del Atlántico, se extrañaron ante la mansedumbre adriática. Llegué a las escalinatas del Arco de Trajano y me senté. Imaginé a papá de chico, habrá jugado en estas orillas rocosas. Yo no lo consideraba un inmigrante, su país no lo había empujado a irse, las ansias de aventura lo habían lanzado al mar y llegó a mi tierra como un extranjero, aunque poco a poco dejó de serlo para todos, menos para mí. Papá es como este arco: de mármol y triunfal. Lejano como un oráculo en el que mi madre, su pitonisa, encontraba respuestas para todos mis ruegos.

Seguí camino, entré en el primer bar empujada por el viento blanco de la montaña. Me senté en la única mesa libre. Frente a mí una mujer tomaba la taza de café con una mano y con la otra acariciaba el brazo del hombre que estaba sentado de espaldas a mí. No lo reconocí porque no usaba la misma ropa que en Buenos Aires. Se inclinó sobre la mesa y besó a la mujer, cuando se acomodó en la silla, me acerqué y comprobé que no usaba su perfume habitual. Antes de que el hombre se diera vuelta, pagué sin terminar el té y me fui.

Cuando llegué al departamento lo escuché silbar desde la ducha una canción del Festival de San Remo de los setenta, usó las todas las cremas que se había comprado y se vistió como para salir. Preparó unos Camparis con naranja, me acercó la copa y me pasó el brazo por los hombros, me dió un beso en la mejilla, su piel recién afeitada olía a perfume.

–¿Ese perfume? –pregunté más extrañada por el beso que por la fragancia.

–Es nuevo, me lo compré en el Free-Shop.

Mi cabeza buscó y buscó, se perdió en el laberinto de los besos recibidos, pero no encontró ninguno que perteneciera a él, al final alcanzó a vislumbrar el de alguna mañana antes de entrar a la escuela. Bajé la vista y tomé un sorbo del trago. Incómoda era la palabra que se agitaba en mi cabeza en lugar del látigo, incómoda por estar abrazada a un desconocido y sentir placer entre sus brazos. Me solté y me fui a sentar, se sentó a mi lado, me volvió a abrazar. Hablaba confundido con los dos idiomas, hasta que por fin se dejó llevar por el suyo (siempre habia dicho que no hablaba de sus sentimientos porque no conocía las palabras en castellano para expresarlos). Esta vez el oráculo, sin ninguna pitonisa mediante y en italiano, dijo que me quería mucho, que estaba orgulloso de mí y que Diego tenía mucha suerte de estar casado con una mujer como yo. Que todas las parejas atraviesan crisis, que se resuelven de infinitos modos, pero que siempre, siempre se preserva la familia. Dicho esto, el oráculo bebió su trago y calló. No me animé a preguntarle si hoy había estado en el mismo bar que yo, ignoraba cómo dirigirme a él sin la pitonisa mediante.

Al rato dijo que se iba a cenar con mi tío, lo escuché silbar antes de cerrar la puerta y no quise asomarme a la ventana para ver a qué auto se subía. Me preparé otro Campari, fui al dormitorio y marqué el teléfono de la casa de mi madre. En ese momento, el látigo de mi cabeza se transformó tambores, en aullidos, en tormenta, en un eco que repetía la palabra familia, familia hasta hacerme arder los ojos. Abrí y cerré fuerte los párpados y colgué. Marqué el número de mi casa y esperé que Diego respondiera.

Natalia Brandi

(Escritora argentina, 1971)

Nació en la ciudad de La Plata. Desde el año 2003 al 2006 participó de los talleres literarios dictados en su ciudad por la Profesora María Marta Bibiloni. Hasta el 2009 asistió al taller de escritura narrativa en el Centro Cultural Borges. Fue alumna de Gabriela Bejerman y de Leopoldo Brizuela. Es egresada de la Carrera de Escritura Narrativa en Casa de Letras. Algunos de sus relatos fueron publicados en revistas y antologías de su ciudad.